Saturday, September 27, 2008

South Park

“He’s a fighter!” es lo que dice la mamá de John M. cada vez que mueve una mano. No sólo los miembros de mi equipo de terapia intensiva le hemos dicho una y otra vez que el hecho de que sus órganos, casi todos ellos, han estado fallando uno tras de otro, sino que el resto de los equipos que hemos consultado a lo largo de este proceso lo han hecho también. Su electroencefalograma continuo no demuestra actividad desde hace varios días. Sus pulmones funcionan gracias a nuestro ventilador en APRV, una manera especial de darle oxígeno a sus pulmones, para la cual no hay suficiente evidencia que nos diga que va a funcionar o no. Sus riñones no han producido orina desde hace ya varios días. Su hígado no produce los elementos básicos necesarios para la cascada de coagulación. Su médula ósea produce la mínima cantidad de plaquetas posibles, y las que le damos artificialmente, su cuerpo las destruye.

Pero su hijo lucha por su vida. O por lo menos es lo que ella piensa. Y es que hace un par de años él “estuvo en coma en Las Vegas y se recuperó milagrosamente” (a veces hablan español, a veces inglés). Me contengo de hacer la misma broma que hice durante el pase de visita, “lo que pasa en Vegas, se queda en Vegas”, pero me imagino la situación en aquella ciudad de vicio e insomnio. Seguramente con su panhipopituitarismo, una condición en la cual su hipófisis, el órgano que produce ciertas hormonas vitales para sobrevivir, nunca ha funcionado del todo bien, le causó lo que llamamos un “coma diabético” o algo por el estilo. Una condición, que aunque se llama coma, es potencialmente reversible. Lo que ahora tiene no lo es. Su colon se ha perforado. Su abdomen y su sangre se han llenado de bacterias, esto ha desencadenado una serie de eventos que ha terminado por destruir toda esperanza de una vida razonablemente buena.

Pero alguien más en alguna ocasión ya les dijo que no sobreviviría y pues aquí está… Tomo responsabilidad por esta falta de comunicación. “Nosotros” (los médicos), a la par de las telenovelas mexicanas, la tía que tiene un primo que tenía un amigo, que su novia salió del coma, somos los responsables de estas falsas esperanzas. ¿Cómo decirle que su hijo va a morir? ¿Cómo decirle a su novia (que por cierto, desde hace más de dos semanas que no viene a visitarlo) que sus caras jamás se unirán en un beso una vez más?

Todos sus dedos, los de sus manos y sus pies, están negros. No porque las enfermeras no los han limpiado, sino porque los eritrocitos que llevan el oxígeno hacia ellos no pueden llegar. Lo único que puede suceder si continuamos es que por sí solos vayan cayendo uno a uno, justo como fruta madura que cae de un árbol. ¿Quién quiere despertar para darse cuenta que no tiene la capacidad de tomar con sus propias manos un vaso con agua, ni hablar de caminar, o hacer el amor, o patalear en medio de una rabieta?

Hace un par de años finalmente hice caso y vi mi primer episodio de South Park. Mientras pasábamos visita lo mencioné y todos rieron, pero al final estuvieron de acuerdo. Fue un episodio creado durante aquella época de Terri Schiavo (¿ortografía?). Por primera vez me di cuenta cuán inteligentes eran este par de canadienses. Kenny había muerto, una vez más. Los médicos lo mantenían vivo con todos los aparatos que podían. Las discusiones políticas, éticas, morales y personales no cesaban. Los amiguitos de Kenny, si mal no recuerdo, lo querían vivo, sus médicos intentaban “desconectarlo”. La ciudad entera se rebelaba ante este intento de los galenos de “jugar a ser Dios”.

Lo que ellos no veían, es que Kenny era un experto en el más nuevo juego de Super Nintendo, o X-box, o Sega, o Playstation o lo que fuera (nótese mi total ignorancia streetfighteresca). Había en ese momento una gran pelea entre las fuerzas del mal y las del bien (léase el Cielo y el Infierno) sobre quién ganaría la última batalla del heavenfighter oalgoasí. Casi como aquella película “Sin noticias de Dios”, donde después de enamorarnos más de Penélope Cruz, nos damos cuenta que es un gordo vendedor de drogas cuyo castigo fue convertirse en una bella mujer y regresar a la tierra con un plan diabólico, algo nos despierta de la obnubilación. Kenny era vital para evitar la catástrofe universal causada por la victoria del reino oscuro contra la bondad universal. Los pequeños angelitos y diablitos que sobrevuelan la manifestación (nadie vestía de blanco), después de leer las pancartas que nos suplican dejar de jugar a ser un Ser Divino, replican: “¡Pero son ustedes quienes están jugando ese juego! Necesitamos a Kenny”.

Cuán inocente he sido. Cuántas veces me he dejado llevar por el egocentrismo del cirujano del siglo XXI que cree que todo lo puede solucionar. Cuántas veces no he pensado, con mis tomografías y mis ventiladores, y mis vasopresores, y mi cuchillo, y mis productos sanguíneos, y mis journals electrónicos, que puedo “salvar” a este individuo, cuando lo que el mentado individuo lo que quiere es dejarme ir. A mí. A su soldado vestido de verde y blanco. No soy su redentor, soy su aliado, y como tal, no puedo continuar esta mentira.

John M. para efectos prácticos, ha fallecido. No ha pasado a mejor vida, como nos encanta decir. Ha pasado a un estado de falsas esperanzas y de una tecnología fascinante. A las seis y media de la mañana, todos los días, incluyendo mañana (no he podido dormir aunque sé que estoy de guardia mañana), pasamos visita todos los días y ajustamos nuestro Monopoly-God. ¿Hasta dónde?, me pregunto yo.

Querida muerte: dónde has estado. Sé que te he descuidado. Que la misma razón por la que no he escrito en las últimas semanas (que has estado DEMASIADO presente por un par de meses y luego ausente por el siguiente) ahora no me acompañas. Vuelve. Charla conmigo y con la familia de este hombre a quien no aspiro ser.

Todos tenemos figuras que admiramos. Ya sea un Dr. Fogarty, que tiene más de cien inventos médicos y un viñedo en California, o Lil Wayne, quien después de una larga discusión entiendo que su actuación en Saturday NIght Live no es una negación a su propia política, sino una demostración que no la tiene (o que aquélla se basa en su amor por el dinero). Mis figuras siguen siendo las mismas, pero la más nueva es John M. Tu familia te ama, tu equipo de médicos te ama (sí, yo amo, a mi propia manera), tu Dios, quien quiera que sea, te ama. No me permitas continuar con esto. Gracias por tus señales, mañana hablaré con tu familia, una vez más.

Regreso a la poética canción que comenzó este blog y me pregunto dónde es que nace la esperanza, y cuál es mi rol dentro de la misma. Gracias, Silvio.

“Si no creyera en lo más duro
Si no creyera en el deseo
Si no creyera en lo que creo
Si no creyera en algo puro”
- Silvio Rodríguez

Wednesday, July 16, 2008

Reencuentro

No he escrito en varios días porque he estado algo ocupado. Las últimas dos semanas de mi segundo año como residente de cirugía llegaron con el abandono de mi chief resident, dejándome como el único residente a cargo de un servicio de cirugía general y trasplantes. No estuvo nada mal, operé mucho, cuidé a varios pacientes, y los lazos con los demás cirujanos se volvieron un poco más fuertes.

Hoy estoy ya dentro de mi tercer año. Desde el primero de julio que me invertí enterito en esta parte de la odisea que no he dejado de trabajar los nudillos. La muerte y yo nos hemos reencontrado, reconciliado y hasta apapachado. Me dio una desbancada hace unos días, sorprendiéndome cuando menos lo esperaba. Me acechó durante más de veinticuatro horas, y cuando supuso que estaba más cansado, y que lo que menos pasaba por mi mente era su cruel pero segura marcha por mis pasillos, me dio una bofetada de isquemia intestinal.

Llegamos al quirófano a las once y media de la noche, cuando, si hubiera puesto un poco más de atención, debíamos haber estado desde mediodía. No creo que hubiera hecho la más mínima diferencia, hubiera ocurrido esto antes y no después. De hecho, no creo que debimos haber operado. Tenía casi la misma probabilidad de sobrevivir con o sin mi cuchillo, este joven de ochentaytres años cuyo colon llevaba nosécuántotiempo infartado en casa. Pero así pasa, así pasa cuando sucede. Entre mi adscrito, mi jefe de residentes (ninguno de ellos puso ojo o mano sobre mi paciente), los médicos de guardia en la sala de urgencias, el jefe de residentes de medicina interna, su adscrita, su interno que va a ser psiquiatra… nos tomó más de un día darnos cuenta que en el quirófano debíamos luchar esta batalla.

Y es que le dije, Don Justino, la verdad es que usted ha vivido una vida plena. Sus hijos, que aquí lo acompañan, son muestra y testimonio de ello. Este podría ser un final aceptable. Morfina, líquidos intravenosos, una cama confortable. Pero si lo que quiere es seguir luchando a sus ochentaycinco años – ochentayseis – me corrige, ochentayseis, usted disculpe, si usted lo que quiere es seguir luchando a sus ochentayseis años, la única opción que tenemos es una operación. Yo nunca me di por vencido, y no lo voy a hacer ahora, doctor, y si Dios me quiere llevar en el quirófano, pues que así sea.

Son casi las doce de la noche cuando está listo el quirófano, han llegado la circulante, la enfermera quirúrgica, el técnico, el anestesiólogo, mi adscrito. Casi las doce cuando por fin hemos colocado una sonda de Foley, un catéter venoso central, una línea arterial. Casi las doce cuando ha sido intubado, puesto en posición, su abdomen lavado y las sábanas estériles colocadas sobre su pequeño y frágil cuerpo. Casi las doce cuando mi mano derecha sostiene una vez más el frío metal y ese escalofrío gris recorre mis entrañas liberando esa pequeña euforia que se desata en la tormenta de orden y paz que me inunda conforme la piel da de sí. Una vez más.

Es obvio. Es inmediatamente obvio. Siempre estuvo ahí. El colon ascendente, transverso y descendente. Muerto. Conforme mi cauterio se abre paso por la fascia, este necrótico y triste órgano se desliza detrás de mis manos, escapando de la cavidad abdominal. Como si adivinara su inevitable y próximo destino. Grapa por aquí, sutura por acá, corta por allá… Et voilá. Le intestine. C’est morte!

Son las tres y media de la mañana cuando llego a mi casa. Qué cómico es cómo en este negocio la historia se repite. Una y otra vez. Son las seis quince cuando mi despertador suena. Es sábado, y como el jefe de residentes tiene el fin de semana libre, yo soy el jefe. He quedado de pasar visita con los internos y estudiantes a las siete. Mensaje de texto “C. I’m sorry, I was up all night, will round at 8”. Al parecer ellos ya se habían enterado y no les importa, harán cualquiercosa mientras llego.

Fast forward. Ahora son las 8 de la mañana. Estoy estacionando mi carro afuera del hospital, Starbucks en mano. El teléfono suena. Es J., el residente de terapia intensiva “your patient is coding, dude”. Mierda. Cuando llego han dado ya dos rondas de medicamentos, tres o cuatro enfermeros y estudiantes se toman turnos para las compresiones, como es mi paciente, me pasan la batuta de decir qué sigue. Otra ronda. Epinefrina. Atropina. Bicarbonato. Nada? Pulsos? Sigue.

Creo que hemos hecho lo suficiente. Los exámenes de laboratorio urgentes demuestran una acidosis severa, todo lo demás más o menos normal. Los pulsos no han regresado. El monitor sigue mostrando poco más que nada. Es tiempo. Alguien tiene alguna idea? Algo que no hemos considerado? Me doy cuenta que mis nuevos estudiantes, esos tres infantes que apenas esta semana comenzaron la parte clínica de la escuela de medicina, me miran con ojos abiertos, con una mezcla de euforia y terror. Una de ellas, la más cursi, parece que va a llorar. El otro, parece que le acabaran de regalar un G.I. Joe.

Yo disfruto la tristeza de perder uno más. Maldigo a la muerte mientras me despido de beso de ella. Sé que te veré antes de que anochezca dos o tres veces más. Después de todo, esta mañana llegamos juntos, necesitarás que te lleve de regreso a tu auto. ¿Lo dejaste en mi casa, no?

Thursday, June 19, 2008

Pollock Marrón


El volumen de la música de fondo es más fuerte que lo usual. Son las diez y media de la noche y escuchamos “Paradise City” de Guns N’ Roses mientras perseguimos un estafilococo que intenta llevarse la vida de este enorme hombre de 57 años. Lo perseguimos con un cauterio, pinzas, y un catéter de succión, cortando cada vez más piel, grasa y músculo de su espalda, intentando ganarle el paso. Ante nuestros ojos vemos cómo no vamos lo suficientemente rápido, en cuanto creemos haber alcanzado tejido normal, éste se desintegra liberando más y más pus que de nuevo nos provoca a crear otro plano en su espalda mientras rezamos, o deseamos con todas nuestras fuerzas, que esta sea la última bocanada de hombro que pierde Bobby.


El boquete final es enorme. Si en algún cuento mágico un ala iba a nacer de cada uno de sus omóplatos, del lado derecho no lo hará más. Será un ángel cojo, cojo de ala. Es tan gordo que no creo que hubiera podido volar ni con las dos alas, pero bueno, por licencia literaria digamos que con un ala volará de lado y no llegará jamás al cielo. Por un lado su espalda parece normal, me recuerda la espalda peluda de mi propio padre, por el otro, la pérdida de relieve es impactante, el músculo desnudo llora lágrimas de sangre que se resbalan por las sábanas que cubren su gorda espalda hasta caer sobre mis zapatos. Un vistazo a los otros cuerpos involucrados, y al mío mismo me hace sospechar que la línea a llenar en el reporte sobre pérdida de sangre será bastante alta, nuestros goggles, máscaras, batas y guantes parecen un Jackson Pollock marrón.


La primera batalla cirujanos contra fascitis necrotizante deja un buen resultado. Bobby sigue vivo y yo me voy a casa a dormir. No muy tranquilo, pero sí a dormir. A media noche me despierto y reviso el buscapersonas y el celular, buscando una llamada perdida que quizás no escuché en medio del sueño REM. Nada. A las tres de la mañana me despierta el teléfono, desorientado y todavía más dormido que despierto contesto, escucho música y una voz que no suena a la de una enfermera informándome de un paro cardiorrespiratorio o una sospecha de que la fascitis ha regresado. Llamada equivocada, cuelgo, vulevo a buscar llamadas perdidas, nada.


Antes que el despertador me patee de la cama estoy despierto. De hecho, comienza a sonar mientras me estoy bañando. El café que molí y puse en la cafetera antes de entrar a la lluvia de la mañana está listo ya, pero salgo tan apresuradamente que lo olvido sobre la mesa de la cocina.


En todas las películas y programas sobre doctores con las que crecí, cuando un doctor tiene una corazonada, o siente que algo no está bien, hay que correr al paciente, porque seguramente algo muy malo está a punto de suceder. Por eso arriesgo ser detenido de nuevo por los agresivos State Troopers para llegar dos o tres minutos más rápido a mi destino, dejo mi carro justo donde le dará el sol más caliente para cocinarme al salir en lugar de bajo la sombra de un árbol que está más lejos, para no demorarme en llegar a mi paciente, subo los cuatro pisos por las escaleras corriendo, llego sin aliento.


Buenos días doctor. Buenos (inhala) días (exhala) cómo (inhala) se siente (exhala) hoy? Perfecto! No me duele, dicen las enfermeras que no tengo fiebre. Cuándo me puedo ir a casa, doctor? Una asomada debajo de las gasas que cubren el gran vado muestran tejido sano todavía. No hay pus. No hay muerte. No hay paros cardiorrespiratorios ni todo el mal del mundo concentrado sobre los músculos supraspinato, deltoideo, teres mayor, teres menor y trapecio. No. Solamente este hombre regordete de barba preguntándome cuándo puede irse a casa. Por lo menos alguien durmió bien anoche.

Tuesday, June 17, 2008

Andrew

Parte de lo que nos atrae a tantos hacia la medicina, es la constante estimulación intelectual que ésta ofrece. Si bien es cierto lo que todos, absolutamente todos, mis tíos, abuelos, amigos, amigos de mis padres, y hasta mis padres mismos me advirtieron cuando entré a la escuela de medicina hace más de diez años, que “un médico nunca deja de estudiar”, “siempre tiene la nariz enterrada en los libros”, no es a esa estimulación intelectual a la que me refiero. De hecho, el tener las narices metidas en los libros es una de las cosas más aburridas del mundo, lo hacemos porque si no, sería inmoral pedirle a un paciente que nos permitiera jugar con sus electrolitos, medir sus enzimas cardíacas, o meter nuestras manos por detrás del ángulo esplénico de su colon cuidadosamente para remover un tumor. Pero lo divertido, lo estimulante, lo que nos hace levantarnos con gusto por las mañanas, aparte de saber que algo de lo que hacemos podría hacerle un bien a alguien, son las sorpresas con las que nos topamos día con día, la adrenalina secretada al intentar detener un sangrado masivo, la euforia de por fin terminar una resección hepática que ha durado ocho horas, o la felicidad compartida de dar una buena noticia, aunque sea de vez en cuando.

Sin embargo, a menudo nos encontramos con pacientes que no tienen mucho de nada. Que vienen una y otra vez a nuestro consultorio con una molestia menor u otra, que permanecen en nuestros hospitales, después de una cirugía menor o mayor, con pequeños detalles que nadamás no acabamos de afinar y que poco a poco van dejando de interesarnos. Que poco a poco, esa meticulosa manera con la que explorábamos su abdomen, escuchábamos sus ruidos cardíacos, analizábamos sus tomografías, le hacíamos pregunta tras pregunta, y hasta nos despertábamos a la mitad de la noche en medio de una epifanía, o nos deteníamos en medio de… va convirtiéndose en una nota cada vez más corta, un buenos días, cómo está, déjeme le apachurro la panza, cada vez más breve, hasta que un día, hasta se nos olvida pasar por su habitación cuando pasamos la visita de la tarde.

Andrew me recuerda a alguien. Tiene 57 años y es autista. Y no me refiero a un autista como los que llegan a ser protagonistas de un especial en el Discovery Health o en HBO, por haber desarrollado un talento u otro. No. Andrew sabe hacer algunas cosas. Camina sin ayuda. Suele quitarse toda su ropa antes de comenzar a caminar, pero para eso tampoco requiere ayuda. Si se le sirve un plato de comida enfrente, él mismo se lo come. Un vaso con limonada igual. Más de una vez, cuando lo han llevado a ver a su médico familiar, se ha comido de un manotazo (porque tiene unas manos enormes) todo el bowl de chocolates o mentas que las secretarias tienen en su escritorio. Una Navidad, cuenta la doctora, devoró una casita de jengibre que alguien acababa de regalarle. Su única interacción con los que lo rodeamos es que ocasionalmente encuentra la mirada, la sostiene por uno o dos minutos, uno o dos minutos durante los cuales parece que va a decir algo profundo y filosófico, para luego abandonarla y continuar en su mundo, meneando la cabeza.

A pesar de que no ha hablado nunca, un día despiertan sus gritos a los enfermeros de la casa hogar donde vive. Está tumbado en el piso, con sus manos en su abdomen, como quien tiene un dolor de estómago terrible. Alarmados, llaman una ambulancia, la cual lo trae hasta mi hospital. Unas horas después, mis colegas (yo no estaba de guardia ese día) le extirparon el colon entero, ya que había sufrido un vólvulo intestinal agudo, una condición en la cual el colon se “tuerce” sobre sí mismo y pierde todo flujo sanguíneo. Si no se hace algo para resolverlo, como una cirugía “destorzedora” o una resección si ha muerto ya parte del intestino, el paciente se muere casi siempre.

Diecisiete días han pasado ya desde la cirugía que salvó su vida. Diecisiete días y sigue en el hospital. Esta es una cirugía de la que la mayoría de los pacientes en cuatro o cinco días son dados de alta y se van a sus casas a tomar las cosas con calma pero a poco a poco regresar a la normalidad. Andrew no lo ha logrado. Primero, no toleraba nada por vía oral, así que hubo que alimentarlo de otras ingeniosas maneras que la medicina moderna ha formulado. Luego, cuando comenzó a poder alimentarse, no tenía apetito, y casi todas las noches, a la media noche, vomitaba. Luego el sodio. Demasiado bajo. Será la vomitadera? Pues a darle sodio. Pero el sodio, necio, que no entiende que si yo le cuelgo una bolsa de solución salina a una tasa de 100 a 125 mililitros por hora, y si le restrinjo la ingesta de agua libre, mis libros dicen que su sodio debe normalizarse. Será algo oculto? Hipotiroidismo quizás? Sus hormonas son normales. Deficiencia de glucocorticoides? Tampoco.

Día con día va perdiendo peso. Sus ojos se hunden poco a poco cada vez más. Será que esta cirugía únicamente prolongó lo inevitable? Será que la calaca ríe bajo su sotana, mofándose de mi ingenuidad en intentar una competencia sana con ella? O será acaso que tanto me ha aburrido ya este paciente que no ofrece anécdotas de la guerra de Vietnam porque no habla, que no ofrece un infarto agudo al miocardio o un tromboembolismo pulmonar que me despierte a las 3 de la mañanae con un acertijo de signos y síntomas, que no ofrece unas vísceras expuestas, una cara deformada o un espacio retroperitoneal lleno de sangre? Que me ha aburrido tanto que he dejado de buscarle una explicación a su patético deterioro?

Esta anécdota no tiene un feliz final de un acierto diagnóstico o un dramático desenlace con una dolorosa muerte. No. Andrew sigue en el hospital. Entro todas las mañanas, y casi todas las tardes, a su habitación y aunque no responde a mis estímulos verbales lo saludo, le pregunto cómo se siente, le pido permiso para examinar su abdomen, reviso sus exámenes de laboratorio, ordeno medicamentos, ordeno más exámenes, pregunto si sería una buena idea hacer una colonoscopía, y me retiro a mis aposentos con una derrota que es casi peor que perderle a la muerte. Peor porque no sé ni contra quién estoy jugando.

Thursday, June 5, 2008

Bien jugado

“I’m gonna kick your fucking ass”, es, literalmente, lo que me dice mi adscrito. El cirujano a quien estoy ahora asignado, quien se supone será uno de mis mentores durante el siguiente mes, está digamos que un poco molesto conmigo. Y es que después de admitir a una paciente con una “obstrucción maligna”, un término que describe a alguien con un tumores en el abdomen que causan una obstrucción intestinal, hice lo que ella me pidió, y no necesariamente lo que era lo mejor para ella.

Parte del tratamiento de una obstrucción intestinal es pasar un tubo de plástico por la nariz hasta el estómago. Este tubo se conecta a un aparato que produce succión con la finalidad de mantener el estómago vacío y que los líquidos que ahí se producen no avancen hacia la obstrucción. Es una cuestión de física sencilla, si hay una obstrucción en el intestino, cualquier cosa que el estómago deje pasar se va a encontrar con un callejón sin salida y eventualmente regresar y ser expulsado por arriba a manera de vómito.

Su obstrucción es distal, casi al final de su tracto gastrointestinal, en la última parte del colon, hay algo que lo comprime e impide que haga su trabajo. La tomografía de abdomen es impresionante, el colon se encuentra dilatadísimo, lleno de excremento y gas que no encuentra salida. No es posible operar inmediatamente, en parte porque el Dr. S. tiene ya su agenda llena en otro hospital con otras operaciones y en parte porque será una operación muy compleja, y el hecho de que el colon está tan agudamente dilatado e infectado, hace más difícil la operación y eleva la posibilidad de una complicación.

Decidimos “temporizar” la obstrucción, es decir, pedir una consulta a gastroenterología para que intenten colocar un “stent” a través de esta obstrucción. Estos stents casi nunca funcionan por mucho tiempo, ya que el tumor los empuja y saca de su lugar. A la mañana siguiente el stent está en su lugar y ella se siente mejor. Me pide que le quite ese tubo que tiene en la nariz que es tan incómodo. Le explico que a pesar de que su colon ha comenzado a funcionar, todavía hay una obstrucción parcial y todavía hay mucho que no ha salido. Quitarle el tubo de la nariz, si bien podría funcionar, lo más probable es que en uno o dos días haya que volver a ponerlo. No me importa, doctor, por favor quíteme esta cosa que me molesta mucho.

No le queda mucho tiempo de vida. De hecho, aunque logremos solucionar la obstrucción, lo más seguro es que muera en unas cuantas semanas, quizás un par de meses. Siempre he tenido muy claro que un paciente debe tener toda la información sobre su salud en cuanto ésta se vuelva disponible y debe de tener siempre la última palabra en cuanto a la toma de decisiones se refiere. Si una paciente que va a morir pronto me pide que le quite un tubo que le causa un dolor tremendo en su nariz y una incomodidad espantosa, lo voy a hacer.

Cuando a la mañana siguiente sus síntomas de obstrucción regresan, y mi adscrito se entera que decidí quitarle el tubo, es cuando me informa lo que planea hacer con mi trasero. Cuando después de colocar otro tubo, y pasado otro día más, su colon se perfora su abdomen se llena de excremento, mi adscrito me dice, “por eso es necesario hacer lo mejor por un paciente, no lo que un paciente quiere”. Siento como la ira llena mi cara en forma de un color rojizo y una expresión no muy amistosa, pero le informo que opino que tiene la razón, aunque no sea así.

A las nueve de la noche, justo cuando intentaba (sin éxito) escribir algo que ligaría a Puccini y su obra inconclusa de Turandot con alguno de mis pacientes, quizás ella misma, me llaman para informarme que no se encuentra bien. Le duele el pecho (como un infarto), respira aceleradamente, está pálida y muy ansiosa. Regreso al hospital y confirmo que no se ve nada bien. Una tomografía urgente después, descarto un tromboembolismo pulmonar, el cual era mi primer diagnóstico diferencial, y confirmo mi más grande temor para ella: el abdomen está lleno de aire y líquido libres, lo que quiere decir que el intestino se ha reventado.

Un par de horas después estamos en el quirófano. Al entrar a la cavidad abdominal, en lugar de sangre a chorros como he visto en otras ocasiones, en pacientes de trauma, sale disparado un chorro de excremento líquido hacia el techo. Era tanto lo que se había acumulado y había tanta presión que salía el excremento cual fuente de plaza de pueblo. Las maniobras aprendidas para controlar el sangrado inútiles, succión y toallas, hasta que acabe esto. Dos o tres litros después, listos para ahora sí explorar, retirar la porción del colon que sufrió la perforación y hacer una ilesotomía.

Llego a mi casa a las 5 de la mañana, a dormir un par de horas. A las 8 me llaman, que su presión ha caído, que estamos dando vasopresores, que la frecuencia cardiaca está altísima, que venga pronto doctor porque no sabemos qué hacer. Por un par de segundos considero no hacer nada. Regresar a ese sueño donde ella… olvidarme de todo esto y dejarla morir en lugar de tenerla viva por tres semanas más en un cuarto de terapia intensiva. Y sin embargo me levanto, me visto y me largo al hospital.

Durante las siguientes 24 horas comienza a fallar todo de nuevo. Los riñones, los pulmones, el corazón. El esposo y sus hermanas, a su lado en todo momento, sufren con ella, o a pesar de ella. El pronóstico no es bueno. Les recuerdo que aun y si sobrevive estas horas, el cáncer se la llevará en cuestión de unos días.

Su esposo, un hombre de unos sesenta años, veterano de la guerra de Vietnam, ex prisionero de guerra, un hombre aunque viejo, con gran vitalidad, llora como una nena frente a mí. Ni él ni yo nos hemos rasurado hoy. Yo quiero llorar como una nena también pero me contengo. Creo que es el momento, doctor. Ella nunca hubiera querido ser mantenida viva de esta manera. Yo lo sé. Ella me lo dijo. Por favor, detengamos todo, detengámoslo ya.

Qué fácil es terminar con esta vida. O más bien, qué fácil es dejar de asirse artificialmente a ella. Se detiene la infusión continua de norepinefrina y neosinefrina. Los doscientos mililitros por hora de solución de Ringer con lactato son interrumpidos. A la basura con la piperacilina con tazobactam y el metronidazol. No más magnesio ni potasio ni fósforo ni solución de nutrición parenteral total. Colgamos algo de morfina y desconectamos el respirador. Le informo a la enfermera que estoy de acuerdo con que remueva el tubo endotraqueal.

En unos cuantos minutos, sin una pelea dramática, sin subir y bajar los brazos, o intentar tomar bocanadas de aire, sin una última palabra una última réplica o un último suspiro; su color cambia poco a poco a un azul muerte oscuro. Un alma vuelca sobre si misma una última vez antes de escapar hacia el universo de los recuerdos.

Mr. H sigue llorando como una nena. Bien jugado, M., bien jugado. Esta vez te dejé ganar, ya veremos cómo nos va con la que sigue.

Sunday, June 1, 2008

Abandono

Yo nunca hice el juramento hipocrático que en tantas escuelas de medicina en todo el mundo se hace. Es un documento que si bien tiene un significado histórico y filosófico interesante, nada tiene que ver con la medicina de hoy. Fue escrito probablemente por sus seguidores, ni siquiera por el propio Hipócrates, en 430 A.C., hace más de dos mil años. Nunca juré en nombre de Apolo, Esculapio, Higea y Panacea y todos los dioses y diosas que no daría un abortivo a una mujer, no ayudaría a morir a alguien que lo pidiera, ni tendría relaciones sexuales con mis pacientes o miembros de sus familias inmediatas. Y sin embargo, tengo ciertos principios y costumbres que el día de hoy me permiten dormir tranquilo en las noches y tener una conciencia limpia y tranquila sobre lo que hago con tanto gusto y devoción todos los días.

Un ser humano no puede controlar un sentimiento. Se puede controlar la respuesta a tal sentimiento, es decir, tomar una acción o no a partir de un deseo, pero no se puede controlar el origen de ese sentimiento. Tantas gentes (y quien diga que no se dice “gentes” que lea a Ibargüengoitia, gentes se refiere a el plural de la pluralidad de las personas) tan llenas de culpas por sentir esto o aquello, no se dan cuenta que el único lugar que es realmente privado, al que nadie puede entrar, es la región supratentorial, léase la chaveta.

No es mi intención que el Sr. Rodríguez me cause tanto disgusto. Desde el día aquél que tuve que dejar una cena que estaba disfrutando más que nada para venir a escuchar cómo es que durante los últimos dos meses ha tenido dolor abdominal y ha estado perdiendo peso, y hoy decidió venir a la sala de emergencias, de donde por supuesto, solicitaron una consulta quirúrgica. Pero, dígame, Sr. Rodríguez, qué cambió, hoy a las 11 de la noche, que decidió venir a la sala de urgencias? Pues nada, que finalmente decidí que era momento de atenderme. Entiendo… no podía esperar unas horas y venir a un consultorio, o haber venido antes? Claro que esa no fue la pregunta que salió de mi, más bien mostré interés en sus múltiples síntomas, escuché sus historias entre un síntoma y otro sobre su vida de soltero, que tanto disfruta a sus 57 años, exploré su abdomen, eché un vistazo largo y cuidadoso a su tomografía de abdomen, y le di la noticia.

Tiene usted un enorme absceso en su retroperitoneo. ¿En mi qué? ¿Tengo un qué? Tiene una gran infección en la pared posterior de su abdomen. Que de dónde viene? No lo sé bien todavía, pero lo que sí sé es que es necesario admitirlo, darle antibióticos fuertes, puncionar la colección de pus para drenarla y poder analizarla bajo el microscopio para ver exactamente de qué consiste, y lo más seguro, es que en unos días requiera una operación. ¿Que de dónde puede venir? Le voy a ser franco. Podría venir de un cáncer de colon que se ha perforado, pero podría tratarse de algo más benigno como un divertículo que se reventó. ¿Y usted qué cree, doctor? ¿Qué cree que sea? Un cáncer. Avanzado. Eso es lo que me dice la tripa, pero bueno, podría ser cualquier cosa, ya veremos.

No siento absolutamente nada de compasión por este hombre. Ni un solo miligramo o cucharada de compasión o empatía o siquiera pena por este individuo que ha perdido 20 kilos en los últimos dos meses y que seguramente, si estoy en lo correcto, tendrá uno o dos años de muerte lenta y dolorosa. Me desagrada su manera de hablar, de gesticular, sus quejas durante los siguientes días en mi servicio, las preguntas que tiene, la expresión en su cara, el olor a podrido que tiene su cuarto… Un vistazo a mi lista de pacientes, veo su nombre y me acuerdo de esa manera que tiene de hablar lento e interrumpir cada dos o tres oraciones para pasar saliva como si estuviera tragando un gran moco que desciende por detrás de su garganta.

Y sin embargo hay que operar. Después de unos días de tolerar el pase de visita por su habitación, llega el momento. Laparotomía exploradora (un término que básicamente significa le vamos a abrir la panza a ver qué encontramos), posible colectomía derecha vs. colectomía total, posible ileostomía o colostomía (la temida bolsa para defecar que todo paciente pide que no se le haga), drenaje y lavado de absceso intraabdominal y retroperitoneal…

Nunca antes había visto un absceso más grande. Mis manos recorren los confines del mismo, exploran todo el espacio retroperitoneal que en mis libros no es más que un “espacio virtual”, es decir, un espacio que no lo es, un espacio creado por dos estructuras que se encuentran juntas, y que no se separan a menos que… a menos que exista una colección de secreciones sanguinopurulentas como las que llenan este lugar el día de hoy. El tumor es una maraña de asquerosidad en medio de esta masiva infección que intentamos controlar. El tumor, la parte del intestino de la que nació, todas sus adherencias y sus anexos, son extirpados después de una cuidadosa disección. Y sin embargo…

Abandono esta ciudad que me acogió durante casi un mes, menos de una hora después de extirpar este cáncer. Satisfecho porque me deshice de él, pero inquieto por mi inhabilidad por incorporar su sufrimiento a mi sentir. Manejo cuatro horas hacia el norte, tan solo para darme cuenta que no me deshago de esta desazón. Maldita humanidad que me hace sentir y no sentir. Maldita humanidad que me llena de culpa y ausencia y vacío en medio de la mejor experiencia de mi entrenamiento entero. Maldita muerte, maldita vida.

“Si no creyera en la balanza
Si no creyera en mi camino
Si no creyera en mi sonido
Si no creyera en mi silencio”
(Silvio Rodríguez)

Monday, May 26, 2008

Historias de amor

Las grandes historias de amor suelen comenzar con una atracción física e intelectual que se vuelve imprescindible para la felicidad de los involucrados. Lo vemos en las películas una y otra vez, una hermosa mujer conoce a un apuesto galán por casualidad, cuando ella acaba de perder su vuelo de Los Angeles a la Patagonia mientras que él acaba de llevar a su mejor amiga a tomar el regional a San Diego. Pronto se dan cuenta de todo lo que tienen en común, y en unas pocas horas, traducidas en algunos minutos en la pantalla grande, están de regreso en algún hotel, respirando fuerte, mientras las ropas se pierden, la música se vuelve más fuerte y la cámara poco a poco se aleja hacia el horizonte.

Pero la verdad (porque yo suelo pensar que soy el poseedor de toda la verdad) es que es imposible definir el amor, ni siquiera cuando un buen amigo pasa horas y horas escribiendo el discurso que dará al oficiar la boda de un hindú contra una coreana (una boda a la que recientemente fui) ni cuando uno lee todos los libros de Erich Fromm, los poemas de Pablo Neruda o los enredos del maldito Cortázar.

La señora Gómez escucha impávida la noticia y mi explicación. No pudimos extirpar el tumor. Se repite la historia de la semana pasada, ahora con un tumor en el recto. Como lo discutimos hace unos días, había una posibilidad de que el tumor estuviera tan avanzado que no valiera la pena quitarlo. Pero cómo, doctor, cómo que no vale la pena? Por el lugar en el que se encuentra, requiere una operación enorme, llamada resección abdomino perineal, que básicamente requiere quitar la última parte del tracto gastrointestinal. Enterita. Cuando el tumor no ha invadido otras estructuras, puede ser una buena idea hacer esta gran operación porque puede salvar la vida. Pero cuando se ha extendido más allá del colon, el pronóstico es terrible y es mejor hacer una colostomía y dejar que viva el resto de sus días en paz.

Bueno, pues se hace lo que se puede, es su respuesta. Yo entiendo de esas cosas, doctor. Y es que yo también tengo cáncer. Metastásico. De hígado. Y cuando él empezó a sentirse mal otra vez, imaginamos que era un cáncer y nos íbamos a morir juntos. Está bien.

No sé por qué pero conforme me va diciendo esto esta señora, al mismo tiempo que mi frecuencia cardiaca disminuye y mi ceño se tuerce como poniendo mucha atención y quizás, mostrando algo de compasión, pero en realidad escondiendo mi horror, me asalta (literalmente) un recuerdo de la infancia. Mi papá, gordo, barbón, peludo y sin camisa, recitando con su ronca jamesearljonesca voz sus versos favoritos de Muerte sin fin de Gorostiza: “¡Oh inteligencia soledad en llamas / que todo lo concibe sin crearlo! / Finge el calor del lodo / su emoción de substancia adolorida / el iracundo amor que lo embellece/ y lo encumbre más allá de las alas”.

A veces, las mejores historias de amor no son las que comienzan súbitamente con jadehollantes embocapluvias, sino las que terminan de manera intempestiva en una unión de muerte pútrida.

“Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!”
(Gorostiza)

Thursday, May 22, 2008

Vengo de lejos

No soy el primero ni seré el último en escribir sobre estos temas. Otros han sufrido ya por un paciente o disfrutado un día entero de aventurarse dentro de un abdomen agudo tras otro. Así como una palabra de amor no puede nunca ser original, ya que antes se ha dicho ya, no lo puede ser tampoco un ensayo sobre lo que siente un médico al informar sobre el tumor que resulta no ser candidato a ser extirpado.

Qué manera tan elocuente la de Saramago de tocar el tema, “Vengo de lejos, lejos, y canto sordamente / Esta vieja tan vieja, canción de rimas tuertas, / Y dices que la canté a otra gente, / Que otras manos me abrieron otras puertas:”. Se trata de este largo camino que he recorrido, el que me ha depositado sobre esta ciudad fronteriza, tan llena de enfermedad. Canto al unísono de los quejidos de un puñado de enfermos, una canción que antes ha sido entonada ya.

Cuántas veces no he leído esa frase tan trillada y dicha de tantas maneras, esa que describe el sentir del frío metal entre los dedos de la mano derecha y la suavidad con la que la tibia piel que subyace la breve presión de mis dedos da de sí para descubrir una orquesta fisiológica escondida en las entrañas de un desconocido. Cuántas veces mis ojos no se han maravillado al descubrir un hígado o un páncreas, como si fuera la primera vez que tal maravilla se posara ante mí, y cuántas veces no me he detenido justo antes del momento crucial, del preciso momento de cortar el último pedazo de carne que mantiene la mama, el colon, o la vesícula que estoy extirpando y me pregunto… bueno, a veces no me pregunto nada. A veces solamente me detengo, me regocijo en el momento, y continúo.

Hoy, como tantos otros, fue uno de esos días. A las seis y media de la tarde comenzábamos el último caso del día. El postre. El clímax. El orgasmo quirúrgico. Lo que había estado esperando todo el día. Una gastrectomía asistida por laparoscopía. Ayer estuve hasta tarde leyendo y releyendo los pasos para quitarle a alguien un estómago y para luego hacer el trabajo de plomero-albañil que se necesita para que ese alguien pueda volver a tener una función intestinal si no normal, por lo menos cerca de serlo. Me encontraba frente a este ser humano que hasta ayer era un desconocido total y hoy nos preparábamos para tener la relación más íntima que una persona puede tener con otra. La que el cirujano tiene con su paciente al introducir sus manos cubiertas con látex adentro de su cuerpo.

Primero introdujimos la cámara por un agujerito arriba del ombligo. Después un par de instrumentos por otro par de agujeritos. Con ayuda de una bomba de dióxido de carbono, la pared abdominal elevada, echamos un vistazo por doquier de este abdomen que nos ha bienvenido esta noche. El propósito es asegurarnos que el cáncer que corroe su estómago puede ser extirpado. Vemos un par de metástasis en el hígado, uno que otro ganglio, pero parece ser que podemos seguir adelante. Sabíamos desde antes que no operábamos para salvar una vida, sino para evitar una de las complicaciones más terribles de esta enfermedad: la obstrucción estomacal causada por el crecimiento del tumor. Si no operamos, pronto estará vomitando hasta su propia saliva, y tendrá una muerte terrible. Si lo quitamos, de todas maneras morirá, pero lo hará de una manera un poco más pacífica.

Ya que decidimos que es posible remover el tumor, quitamos la cámara y los instrumentos, y ahora sí. A jugar. El cuchillo (el metal frío) en la mano derecha, la mano izquierda estira la piel, en un solo movimiento decidido, la piel se separa y me muestra una capa de grasa ensangrentada. Un par de rascadas con un cauterio después, se asoma la fascia, la cual también cortamos para llegar a la cavidad abdominal de nuevo. Con la ayuda de mi adscrito, mi profesor, mi maestro, y, hay que admitirlo, en este momento en el que no hay nada más en el mundo (ni los mensajes de radio o de texto, ni las elecciones, ni el divorcio de unos padres, ni las deudas sin pagar, nada), mi único amigo, levanto la curvatura mayor del estómago y comienzo a quemar el ligamento gastrocólico para entrar al saco menor (todos éstos términos anatómicos irrelevantes para el filosófico objetivo de este ensayo). Una vez ahí dentro, mi mano se desliza por detrás de este órgano enfermo, para finalmente tocar el tumor.

El tumor. El cáncer. La feyura. El chancro. Listos para sacar esta basura de aquí, nos topamos con una sorpresa. No nos lo esperábamos. Los estudios de imagen no lo sugerían. Por laparoscopía no lo pudimos apreciar. A simple vista, no había signos de que esto fuera a suceder. El tumor ha invadido al páncreas y el espacio retroperitoneal, lo que quiere decir que seguramente el duodeno también está involucrado. Por definición, éste es un tumor no extirpable. No cambia el pronóstico, este desconocido morirá, solo que regresamos al de la horrenda muerte por obstrucción.

Damos por terminada la operación. No hicimos nada. O más bien no hicimos mucho, porque si abrimos, revolvimos y cerramos. Ah, y pusimos unos tubos por aquí y por allá, uno para darle de comer cuando se obstruya y otro para la quimioterapia. Toca hablar con la familia. Que por qué no le quitaron todo el cáncer pregunta la esposa. Que ya sabíamos que era una cirugía paliativa, señora, que su esposo no va a sobrevivir esta enfermedad, por más cirugías y quimioterapias que se le den. Que dice la señora que ella eso no lo sabía. Que ella pensaba que esta cirugía iba a componer a su marido. Que nadie a ella le dijo que se iba a morir. Que por qué a ella, Dios mío, por qué a mí, mi viejito.

“Pero, amor mío, yo vengo a este paso / Y grito, dese la lejanía de los caminos, / Desde el polvo mordido y el temblor / De las carnes maltratadas, / Esta nueva canción con que renazco.” Maldita sea. Es mi mano la que lleva este metal frío, son mis ojos los que vieron ese hígado, mis dedos los que tocaron esta causa de muerte y mis palabras las que no ofrecieron paz. Esta canción que ha sido entonada antes, es mi canción.

Monday, May 19, 2008

Mejores dias

Hay dias buenos, y luego, bueno, hay dias mejores. 14.5 horas de cirugia. Una vesicula, una fistula arteriovenosa, otra vesicula, otra vesicula, una gastrectomia, empezada por laparoscopia y terminada abierta, una colectomia, otra fistula, y un angiograma con dilatacion y destapamiento de cateter de dialisis. De las 8 de la maniana a las diez y media de la noche. Un Starbucks, dos sandwiches de jamon sin queso. Ah, y muchos chicles orbitz.
 
Hoy me siento satisfecho.

Tuesday, May 13, 2008

La sucursal del exilio

Y es que unas veces la cosa es medio oscura, hay muertes y dolor y llanto e histerias. Pero otras veces no es tan serio esto. Las últimas semanas este autor fue re-exiliado, si no contra su voluntad, por lo menos independientemente de ella, a una pequeña ciudad donde no hay mucho de nada, pero lo que sí, un gran hospital con un montón de personas que necesitan cirugías.

Y las hay de todas. Operamos gorditas, para hacerlas menos, viejitos, para quitarles hernias y úlceras y divertículos, jóvenes y viejos, para sacar tumores y cánceres y maligninomas, y hasta chamacos de vez en cuando pa arreglarles alguna tripa torcida o algo que de plano les sobraba o estorbaba.

Ayer fue un día bueno. No comenzó tan bien. Un día que comienza a la una de la mañana no puede traer nada bueno y menos si es lunes, pero así fue. El sonido del beeper me levanta del sillón de mi temporal sala donde suelo dormir cuando estoy de guardia casera. Y es que si me duermo en mi cama, duermo tan agusto que no me despierto si me llaman... Un acuchillado viene en camino, signos vitales estables. No sé por qué, pero estoy seguro de que no es nada. De que se trata de una cortadilla superficial como el otro acuchillado que llegó la noche anterior, en la madrugada también. Y lo es. Una buena enjuagada y un par de grapas después, roncando de nuevo.

Pero una vez que de verdad comenzó el día, la cosa se puso buena. El pase de visita, bueno... es el pase de visita. Un apresurado café y huevos en la sala de doctores... Y luego...

El paciente espera en el quirófano ya. El pijama verde cubre mi cansado pero recién bañado cuerpo. La cachuchita maricona para esconder el cabello, la máscara de papel, los goggles. El agua fría y el jabón bactericida, la bata y los guantes estériles.

Un cuchillo en la mano derecha, unas pinzas en la izquierda. "Puedo comenzar?" Siempre una buena idea preguntar al anestesiólogo. Mi navaja se introduce en la piel de mi paciente, se desliza en forma de ese separando los planos más superficiales, con apenas la suficiente presión como para abrirse paso por la delgada piel pero sin llegar a la gran vena que descansa bajo mi mano. Intercambio el cuchillo por el cauterio, con él quemo los tejidos hasta llegar casi hasta esa vena, donde de nuevo cambio mi instrumento, esta vez por unas tijeras. Con ellas y con unas pinzas, tomo el control de ella, liberándola de su bifurcación más distal, y cambiando su dirección.

La arteria braquial es mi meta ahora. Con las mismas tijeras la encuentro y saco del lugar que la ha visto crecer durante los últimos setentaydos años. Es en este momento, que recuerdo que Don Justino, mi paciente, me contó cuando lo conocí hace un par de días, que hace muchos años trabajó para el Estado Mayor Presidencial. Cuando Cárdenas era Presidente de México. Hago a un lado su humanidad una vez más y me concentro. Es necesario hacer una pequeña herida en esta arteria con un "cuchillo filoso".

La vena y la arteria, una junto a la otra están listas. De cómo se haga el siguiente paso dependerá si esta fístula arteriovenosa que Don Justiniano necesita para que le hagan la diálisis funcionará o no. Con unas suturas delgadísimas, casi microscópicas, y unos instrumentos demasiado precisos, comienzo de un lado de la vena. De ahí a la arteria. Y de ahí de regreso. Vena, arteria, vena, arteria. Casi como cuando mi mamá me tejía una colcha, sólo que ella no ponía atención a los sonidos del monitor cardiaco. Al final, un nudo pequeñito, ni mucha presión, ni muy poca, sólo la justa.

El flujo se reestablece, el momento de la verdad. ¿Habrá una fuga? ¿Será necesario volver a hacer la conexión? La sangre fluye, y las suturas no se mueven. Victoria. Aproximemos la piel ahora. Unas grapas para dar por terminado el trabajo y algún unguento por encima. La nota postoperatoria y el que sigue!

Casi una mañana perfecta.

Monday, April 28, 2008

Amor y odio

Cualquiera que lea éstas líneas pensaría que o no me gusta mi trabajo o pudiera estar sumido en una terrible depresión, dado que hablo de la muerte y cosas peores. Pero la verdad es que la razón por la que he escrito sobre la muerte estos días es porque he estado tan rodeado de ella. Ha estado tan presente, amenazando con una emboscada a la vuelta de cada decisión, sorprendiéndome cuando menos le esperaba y tomando un descanso cuando más activa pensaba que se encontraba.

He escrito sobre ella también, porque tengo una relación de amor y odio con ella. No hay una relación más íntima entre dos personas que la que un cirujano tiene con su paciente, en el momento en el que las manos que operan se introducen a alguna parte del cuerpo del operado a través de una puerta artificial, creada con un escalpelo. Tampoco existe, creo yo, un momento más personal que aquél donde se le informa a alguien que va a morir.

La muerte y yo hasta este momento nos hemos entendido bien. Quizás será porque a excepción de mi padrino cuando era más joven, además de mi bisabuela, mi abuela y varias mascotas, la muerte no me ha visitado de una manera intempestiva como a otros. Aquéllos a quienes yo he conocido que han muerto, lo han hecho de una manera planeada, como quien vive ochentaytantos años y un día dice estoy lista. Pudiera ser que eso me haga procesar de una manera más fácil e ingenua el sufrimiento de a quienes estoy dando una mala noticia, aunque yo creo que al revés, me hace más empático, al obligarme a pensar qué pasaría por mi mente si estuviera yo del otro lado.

A veces agradezco la llegada de la muerte, como cuando un paciente ha sufrido ya lo suficiente, cuando la decisión de dejar de “hacerlo todo” es difícil y por fin ella la toma por nosotros. Cuando la veo llegar, aprieto un poco los músculos alrededor de los ojos, como alguien que mira a un ser querido, la saludo, la recibo con gusto. Eso no quiere decir que lo que sigue no sea un duelo a muerte, valga la palabra. El paciente recibirá compresiones cardiacas, si la decisión de no seguir no se ha tomado, los medicamentos serán administrados, los choques eléctricos serán dados. Pero cuando al fin ella gane la batalla, estrecharé su mano y diré “bien jugado”.

Otras veces pienso que es una hija de puta y maldigo la hora en la que se me paró enfrente, escupo en su mano huesuda cuando la pone frente a mí y deseo, con todas mis fuerzas, romper hasta el último hueso de su patético esqueleto. Esas veces que se trata de alguien que murió de una manera inesperada, un Dubois que nunca supe qué fue lo que se lo llevó, un mujer embarazada que caminoalaiglesia fue embestida por un borracho un domingo en la mañana, un borrachito simpático que llegó por una fractura de costilla y salió pies primero después de complicación tras complicación (todas muertes mías, por cierto).

Pero una y otra vez nos encontramos y nos vemos con gusto. A la mejor estoy siendo demasiado soberbio, y la muerte no tiene ni la menor idea de quién soy yo, o de cuál de los cientos de miles de soldaditos vestidos de blanco dispersados por el mundo soy… Sabe de mí como yo sé de el mosquito que me picó en el cuello ayer.

Esta mañana murió Mr. López. A las seis de la mañana que salía yo de mi casa rumbo a un nuevo hospital, una nueva rotación, no podía dejar el equipaje que llevaba cargando del último mes atrás. Llamé al cuarto de residentes, con la excusa de recordarles que hoy no pasaría visita con ellos, pero con el fin real de averiguar cómo estaba Mr. López. He expired at 3 am, dude. Así nadamás. Sin emoción. Sin más. Expired.

Perra muerte. Gracias por venir. Te tardaste. Chinga tu madre.

Fe de erratas (¿licencia literaria, protección de privacidad?).
Cuando la cama del Sr. López ardía, no fueron su esposa e hijas quienes apagaron las llamas y llamaron una ambulancia. Su esposa también ardía bajo el mismo fuego. Ella no tuvo tan buena suerte, ardió y murió mientras dormía. Quizás el que no tuvo tan buena suerte fue él.

Saturday, April 26, 2008

Dead gut

Casi todo el intestino delgado estaba muerto. El flujo sanguineo durante las ultimas horas habia sido suboptimo y acabo por destruir las celulas del yeyuno y el ileo (partes del intestino delgado). De los casi 6 metros que normalmente mide el intestino, dejamos unicamente 60 centimetros. Para sobrevivir sin ayuda, un ser humano necesita por lo menos 100 cm. No hubo oportunidad de volver a conectar o de hacer ileostomia o colostomia (una coneccion hacia la piel del intestino). Solo grapamos y cerramos, lo que quiere decir que si le damos cualquier cosa de comer, esta se atorara en un callejon sin salida. El plan es que cuando este estable regresaremos a tratar de reconectar o de redirigir el trafico hacia otro lado...
 
Ya veremos. Por lo pronto no se murio en mi guardia. Quien soy yo para decir hasta donde, pero quizas hubiera sido mejor dejarlo ir. Voy a desayunar y a dormir un rato, que a la noche hay que ir a la opera.

RE: Acidosis

Hematoquezia. Acidosis lactica. Distension abdominal. No hay duda. El intestino ha muerto. El quirofano estara listo en 30 minutos. La presion no responde a nada. Transfundiendo sangre, plasma y plaquetas mientras tanto. Afuera, tormenta electrica. La luz del hospital entero va y viene. Parece pelicula de horror.

Friday, April 25, 2008

Acidosis

Acidosis metabolica compensada con alcalosis respiratoria con un exceso de base de -8.3. Oliguria. Pancitopenia. Hipotension (pero su presion venosa central es alta) que por lo pronto responde a vasopresina. Coagulopatia. Encima de todo, pseudomonas en un aspirado traqueal y un urinalisis cochinisimo. En espera de un nivel de acido lactico (el ultimo, hoy por la tarde, 2.3).  En espera de un ensayo para toxina de C diff.
 
No va nada bien la cosa.

Circling the drain

(sin acentos)
 
Ultimo dia en la unidad de quemados. Ultima guardia de >24 hrs. Mr. Lopez se encuentra en proceso activo de morir. Cada maniana discutimos si ponerle el titulo oficial de Chronic Death Syndrome (no es un diagnostico real, sino un sarcasmo medico) o no. Hace mas de tres meses que desperto mientras ardian las sabanas que cubrian su cuerpo en la mitad de la noche. Entre su esposa y sus hijas apagaron las llamas que lo envolvian y lo llevaron al hospital. Desde entonces sus organos han fallado y vuelto a funcionar varias veces, una pierna tuvo que ser amputada ya que se lleno de un hongo que adora la piel chamuscada y perdio el labio inferior por una llaga que se le formo con la presion del tubo para respirar.
 
Mcfee es otro de los jovenes con altos porcentajes de quemaduras. 95%. Noventaicinco porciento. Escrito parece aun mas impresionante... Habiamos ya extirpado toda la piel del pecho, el abdomen y los brazos, cortamos un par de dedos que murieron en el proceso, y cubrimos su cuerpo con celulas cultivadas. Su espalda llevaba ya mas de cuatro semanas sin ser extirpada, a pesar de que estaba totalmente quemada, ya que no hacia sentido logistico. Como acomodarlo en la cama, si no tenia piel sobre la cual acostarlo? Como colocar las vestiduras que deben ser cubiertas con un plastico especial como el klinpack que debe luego adherirse a la piel, cuando no queda nada de piel?
 
Hoy lo llevamos al quirofano para por fin extirpar esa piel. Dejarla mas tiempo era arriesgarlo a que ese nido de bacterias terminara infectando su sangre o desarrollando un gran absceso. La primera actividad de esta guardia es asomarme a su cuarto despues del quirofano y encontrarlo en un charco de sangre. Dos enfermeros lo voltean de lado, mientras otro residente y yo aventamos suturas ciegas donde vemos que sale la sangre, coagulamos con un aparato que quema con electricidad que mandamos traer del quirofano, y aplicamos epinefrina y procoagulantes para intentar detener el sangrado.
 
Al salir de ahi, una asomada a la cama de Mr. Lopez. Su corazon late rapido. Su presion un poco baja, hemos comenzado vasopresores de nuevo. Sus respiraciones apresuradas, el ventilador empujando oxigeno a altas concentraciones. Sus riniones funcionando de manera suboptima. El higado... el higado ahi anda, sin problemas. Si fuera yo, o alguien querido... DNR (do not resucitate). Pero la decision la ha ido tomando su familia, y por lo pronto hay que seguir.
 
Si alguien se muere hoy, mi ultimo dia de cinco semanas en esta unidad de quemados, las tres muertes de este mes habran sido todas durante una guardia mia. Los otros dos no han sido mi culpa, afortunadamente. Les ha llegado el momento, y a pesar de que entre todos hicimos todo lo que era medicamente posible hacer, no pudimos mantenerlos entre los vivos. Otros lo han intentado, incluyendo a Mr. Lopez, y no han emprendido el eterno viaje. Todavia. Ya veremos como nos va esta noche.
 
Update to follow.

Thursday, April 24, 2008

Darwin Awards


No puede haber un blog sobre medicina o cirugía, sin tenerlos. Los Darwin Awards, en su concepción original, son un tributo al mejoramiento del genoma humano honrando a aquéllos que accidentalmente se han removido a sí mismos de él. En el mundo de la cirugía de trauma y la medicina crítica, los Darwin Awards suelen ser entregados a pacientes que hacen las cosas más increíbles para escapar de esta vida terrenal de una manera no voluntaria, lo logren o no.

El más reciente va a Don Carson, quien llegó apenas anoche a nuestra unidad de terapia intensiva. Fue un traslado de otro hospital ya que por allá no tenían los recursos necesarios para lidiar con tan interesante caso… Mr. Carson, un jovenzuelo de 57 años, ha fumado mucho toda su vida. Tiene Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC o COPD), una condición en la cual los pulmones han sido destruidos a tal grado que los pacientes tienen que estar conectados a una fuente de oxígeno constantemente, no pueden caminar más de unos cuantos pasos sin sentir falta de aire, y suelen estar confinados a su casa ya que salir es toda una faena.

No habiendo aprendido con la destrucción casi total de sus pulmones, Mr. Carson sigue fumando. No sólo eso, sino que lo hace mientras su nariz está conectada a una fuente de oxígeno puro, un gas extremadamente inflamable. Lo que sigue es algo que tristemente sucede una y otra vez. Unidades como en la que trabajo yo durante este mes, reciben por lo menos un COPDer con la cara quemada y habiendo perdido las cejas y pestañas al mes. Vivirá, sus quemaduras aunque dolorosas, no son graves. Seguramente seguirá fumando.

Hace unos meses, mi favorito. Este tipo salió a beber con sus amigos un viernes en la noche. No recuerdo su nombre, así que ni inventar uno para cambiárselo por privacidad y esas cosas. Después de solamente unas cuatro o cinco cervezas (según él), se subió a su motocicleta para regresar a casa. ¿A qué hora? Como a las 3 ó 4 de la mañana, no se acuerda bien. ¿Traía casco? No. Pero un momento, son las diez de la mañana cuando llega a mi bahía de trauma… Resulta que estaba tan borracho, que al tomar la avenida principal de la ciudad hacia su casa, resbaló su motocicleta y terminó en un vado. Como estaba oscuro y no había nadie en la carretera, nadie lo vio caer, nadie llamó a la policía, nadie le ayudó. No fue hasta que se levantó, con una cruda de los mil demonios, en un vado, que sacó su celular y ¡él mismo llamó a una ambulancia! Por lo general cuando llegan las esposas u otros seres queridos a ver a mis pacientes, se abalanzan sobre ellos para abrazarlos, llenarlos de besos y decir cuántotequireo québuenoquestasvivo, etc… Su esposa entró, le dio un bolsazo (léase traumatismo craneoencefálico por bolsa femenina voladora), me preguntó cuándo podía venir a recogerlo, y se fue.

Por supuesto que las mejores anécdotas vienen de aquéllos que deciden hacer cosas después de haber bebido. Como el que creyó que el mejor momento para podar el árbol de su jardín fue después de tomar un 12 pack de Bud Light y se fracturó más de un hueso después de bajar de una manera poco ortodoxa de la escalera. O el que se puso la pistola debajo de la mandíbula para volarse los sesos, pero le falló, y lo único que se voló fue la mandíbula misma… A ese sí le fue mal, porque si antes era inseguro y estaba deprimido, ahora que estaba feo y desfigurado, más… O el tipo que con dos six packs de Coronas encima aprendía el arte del “car surfing”, donde uno o más individuos se balancean sobre el cofre de un auto mientras otro igual de inteligente y de borracho lo maneja. Sus astutos amigos lo levantaron del pavimento, y supusieron que no respondía porque tendría mucho sueño. Lo subieron al asiento trasero para que descansara y lo dejaron ahí hasta la mañana siguiente, cuando nos lo trajeron, únicamente para declarar su cerebro oficialmente muerto.

Una vez entré a un cuarto de terapia intensiva riéndome de lo que una enfermera me acababa de decir. La sonrisa enorme abarca mi boca entera, enseñando todos mis dientes, incluyendo el que me rompí en el accidente aquél, cuando mis ojos se encuentran con los ojos de una mamá destruida. Su hijo de dieciocho años se tomó una botella entera de Tylenol para demostrarle a su novia que lo acababa de dejar, lo mucho que la quería. El Tylenol, que lo tomamos tan a menudo para jaquecas y dolores musculares, puede ser extremadamente tóxico para el hígado. Más de 4 gramos en un espacio de menos de 24 horas (que puede ser tan poquito como 8 pastillas, dependiendo de la dosis), puede causar falla hepática fulminante.

Un ser humano no puede sobrevivir por mucho tiempo con falla hepática fulminante. Por lo general lo primero que sucede es algo que se conoce como encefalopatía hepática, una condición en al cual el estado mental del paciente se deteriora rápidamente, hasta el punto que no pueden ni siquiera hablar o mantener su propia vía aérea. Lo típico es que son intubados pronto, y poco a poco sus órganos comienzan a fallar. La única solución suele ser un trasplante hepático, y la muerte llega en pocas horas si éste no se consigue. La mamá de Antonio acababa de tomar la decisión de “desconectarlo” y dejarlo morir en paz, después de considerar sus pocas posibilidades de sobrevivir. Lo que menos necesitaba en ese momento eran mis carcajadas.

No es que seamos cínicos, los médicos. Bueno, a la mejor lo somos, un poquito… Pero es que es necesario desarrollar mecanismos de defensa para que sobreviva el espíritu. Cuando cuento estas anécdotas, a la mejor lo hago con un poco de sarcasmo, o quizás se asoma la sombra de una risilla por la esquina de mi boca. Pero la verdad es que a pesar de eso, estos pacientes sufren de un dolor tremendo, y lo que es peor, generalmente hay por lo menos un papá, una mamá, una esposa o un hijo sufriendo más que el paciente mismo. Detrás de mi cinismo y el alto e inapropiado volumen con el que cuento mis historias en las fiestas, después de un par de cervezas, se esconde una profunda tristeza y algo de empatía por mis pacientes. Son los más estúpidos los que más me entristecen, porque sé que alguien con dos dedos de frente que cometió alguna tarugada tendrá la inteligencia de seguir adelante y enderezar su camino, mientras que aquellos que no cuentan con la suficiente masa encefálica, porque nacieron sin ella o la han ido dejando por ahí, embarrada en el pavimento, son los que regresarán una y otra vez a ser mis pacientes. Los estaré esperando.

Saturday, April 19, 2008

Más sobre la muerte

Si hay algo que he aprendido de ser cirujano y de ver la última temporada de Los Soprano, es que la muerte no es como en las películas. Tendemos a pensar que cuando uno se muere, sobre todo de una manera dramática como de un disparo, o una cuchillada, o un “accidente” (como tantos de los enemigos y amigos de Tony, y como suponemos que el mismo Tony), hay oportunidad de tener esos “últimos minutos”. Todos hemos tenido el sueño donde después de recibir un balazo en la panza, o quedar atrapado entre la parte delantera de una camioneta y un árbol, pedimos al policía que llame a nuestros seres queridos, o si no están cerca, que les diga lo mucho que los amamos, y cuan arrepentidos estamos de haber hecho talocual cosa.

La muerte no suele ser así. Para empezar, la mayoría de la gente que recibe uno o más balazos, o que sufre un accidente severo muere en el lugar o en el camino al hospital, estando inconscientes. Los que sobreviven a los primeros minutos, pero que eventualmente acaban sucumbiendo a las garras de la calaca en sotana negra, por lo general son intubados en cuanto llegan a la sala de emergencias, si no es que ya fueron intubados por los paramédicos, y permanecen así durante el tiempo que pasa entre que se hacen todos los intentos por salvarles la vida y se mueren.

El Sr. Stevens era un hombre de unos sesenta o setenta años, esposo, padre de familia. Sus hijos, todos mayores de edad, casi todos están casados y con sus propios hijos. Casi todos excepto el que a los dieciocho años le diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Entra y sale de instituciones mentales, tiene su siquiatra al que ve con regularidad, y cuando toma sus medicamentos, es agradable, aunque algo excéntrico. El y su esposa han decidido que mientras no esté internado, va a vivir con ellos el resto de su vida, se han dedicado a cuidarlo, quererlo y a jalarle las orejas (si se deja) cuando no sigue los consejos del médico.

“70 yo M mult gunshot wounds to face, surgical airway in field, BP 130/60 HR 145 ETA 7 min” es el mensaje que recibimos los miembros del equipo de trauma. No sé por qué, si todos usamos la misma marca de radio, que fue expedida por el mismo hospital, y es el mismo servicio de mensajes que manda la advertencia, nos llega en diferentes momentos. Estamos todos sentados en la trinchera, el hoyo, la zanja, AKA “the Pit”, cuando uno a uno comienzan a sonar nuestros radios con el mismo mensaje. El último en sonar es el mío, cuando ya me estoy preparando para recibir al paciente.

El delantal rojo de plomo (para proteger a la tiroides y a los muchachos de los peligros de los rayos equis) con la palabra “Trauma Surgery” en la parte superior derecha, el cubretodo amarillo de papel que se supone protege de la sangre y otros líquidos corporales, guantes de látex, goggles no tan sexys como los que usan los esquiadores profesionales, cubreboca, el estetoscopio colgado del cuello. El carrito con todo lo necesario para intubar está a mi lado, aunque que el mensaje decía que tenía una vía aérea quirúrgica, lo que quiere decir que los paramédicos hicieron un agujero en su cuello para colocar un tubo y por ahí están ventilando sus pulmones, no es posible saber si esa vía aérea es adecuada hasta que el paciente llega. Hay que ser precavidos y estar preparados para todo.

El hijo esquizofrénico de Mr. Stevens le ha disparado varias veces en la cara. Debe haber pensado que se trataba de un extraterrestre o que su propio padre lo había denunciado a los hombres de negro. Llega con su vía aérea quirúrgica funcionando bien, los paramédicos empujando aire hacia sus pulmones con una bomba manual y su corazón latiendo fuerte, aunque algo rápido, lo cual es natural dadas las circunstancias (ABC – Airway, Breathing, Circulation, check!). Su cara no parece una cara. El ojo derecho se ha reventado, hay varios puntos que parecen ser sitios de entrada o salida de las balas, todo está inflamado y lleno de sangre. Mis manos recorren su rostro y cuero cabelludo en busca de los relieves usuales, intentando darme una mejor idea de la extensión del daño. Mis dedos se hunden en su mejilla derecha, sin la resistencia usual de las estructuras óseas que ahí pertenecen, el otro lado parece estar intacto, exploran y cuentan los agujeros, son seis en total, todos en la cara, nada en el resto de la cabeza.

La tomografía muestra múltiples fracturas de los huesos de la cara, incluyendo la órbita derecha, donde descansa una imagen que no se parece en nada a un ojo. Milagrosamente, o por casualidad dependiendo de la fe de uno, ninguna bala entró a la cavidad craneana. Esto quiere decir que a pesar de que seguramente perderá la vista, y quedará su cara deformada, tiene buenas posibilidades de sobrevivir. Dependiendo del día, es el servicio de Cirugía Plástica o el de Cirugía Maxilofacial el que se encarga de trauma a la cara. La diferencia es que los plásticos son médicos que después hicieron cirugía general y luego plástica, mientras que los maxilofaciales son dentistas que se especializaron en cirugía de cara. Como ambos tienen la habilidad de reparar trauma a la cara, se reparten las guardias, y hoy le toca a plástica. Después de que lo han evaluado y de haber discutido los exámenes y estudios radiológicos con todos los servicios involucrados, y de haberlo llenado de narcóticos y sedantes para calmar su dolor y asegurar que no se mueva, el traslado a la unidad de terapia intensiva ocurre.

Al llegar al décimo piso comienza la siguiente parte de este difícil proceso. A pesar del buen pronóstico que tienen las heridas de bala a la cara, por lo menos al compararlas con heridas de bala intracranéanas, las posibilidades que tiene de salir caminando de esta unidad no son las mejores. Hay tantas cosas que pueden acabar con la vida de un paciente en una unidad de terapia intensiva; los hospitales son nidos de diferentes bacterias, el solo hecho de estar internado en uno aumenta las posibilidades de desarrollar una neumonía, una infección de la sangre o de una herida, y más en un paciente que está intubado y que requiere de un respirador para sobrevivir. La famosa triada de Virchow, que casi todos aprendimos en la escuela de medicina – la inmovilidad prolongada, la estasis sanguínea y el daño traumático al endotelio (la piel que recubre el interior de los vasos sanguíneos) – sugiere que su riesgo de desarrollar un coágulo que después ocluya las arterias que van a los pulmones, es alta.

Pasan varios días, durante los cuales Mr. Stevens acude una y otra vez al quirófano, se le dan múltiples medicamentos, antibióticos, tratamientos y demás. El agujero temporal que los paramédicos hicieron en su cuello es reemplazado por otro que es algo más permanente y más fácil de manejar. De esta manera se le permite respirar por sí sólo cuando es posible para evitar la atrofia por desuso de sus músculos respiratorios.

Un día sus riñones comienzan a fallar. Esto se llama falla renal aguda. Ocurre con frecuencia en pacientes hospitalizados, sobre todo en pacientes que se encuentran graves de cosas no relacionadas a los riñones. La función principal del riñón es la de limpiar la sangre de toxinas y producir orina, por la cual se eliminan las mismas. Los niveles que podemos medir de diferentes moléculas en su sangre empiezan a elevarse, y la cantidad de orina que produce por hora disminuye. Una consulta al departamento de nefrología da como resultado un nuevo catéter y el comienzo de hemodiálisis, con una gran máquina limpiando su sangre al lado de su cama.

Otro día su frecuencia cardiaca se eleva y el porcentaje de oxígeno en su sangre disminuye, a pesar de que nuestras máquinas están entregando oxígeno al 100% directamente a sus pulmones. Nuestra sospecha es la de un embolismo pulmonar, el coágulo en los pulmones del que hablaba anteriormente. Desgraciadamente, el examen que nos dirá si lo tiene o no, requiere dar un contraste directamente a su sangre, el cual puede ser tóxico para sus riñones y terminar con la esperanza de que eventualmente recuperen su función. Comenzar el tratamiento para el coágulo basados en la sospecha de este diagnóstico es una opción, pero el tratamiento mismo tiene sus riesgos, entre ellos un sangrado masivo al cerebro o a su abdomen. El paciente no está lo suficientemente consciente como para tomar la decisión. La familia entera lo discute, y después de unas horas nos dan su determinación… queremos tratar el tromboembolismo pulmonar, no queremos destruir sus riñones.

Esa misma noche el tratamiento comienza. Todo va bien… hasta la mañana siguiente. Mientras estamos en nuestra entrega de guardia diaria, una sesión durante la cual los residentes que estuvieron trabajando la noche anterior presentan al equipo del día y a los adscritos todo lo que sucedió en las últimas 24 horas me llega un mensaje urgente del laboratorio. La última muestra de sangre que enviamos muestra que el hematocrito de Mr. Stevens es mucho más bajo que la última vez que lo medimos. Esto puede querer decir dos cosas: que el laboratorio se haya equivocado (una mala muestra, o una falla en el equipo), o el paciente está sangrando.

Abandono la entrega de guardia para ir a “echarle un ojo”. Todo parece estar en orden. Su presión y frecuencia cardiaca están estables. Le hablo y parece escuchar, al pedirle que apriete mi mano, lo hace. Su abdomen está suave y no parece estar más distendido que la última vez que lo palpé. Decido mandar una muestra de sangre marcada como urgente para confirmar el resultado. Mientras tanto llamo al banco de sangre para que manden cuatro unidades de sangre, si el resultado es el mismo que hace unos minutos, la sangre ya estará aquí y podremos comenzar la transfusión inmediatamente. Mientras estoy en el teléfono con esto y mandando un mensaje de texto a mi adscrito, haciéndole saber lo que está sucediendo, suenan las alarmas dentro de su habitación.

Su corazón ha dejado de latir. Múltiples dosis de medicamentos y choques eléctricos al corazón, compresiones cardiacas, colocación de líneas intravenosas y demás, su corazón comienza a funcionar de nuevo. La sangre llega casi al mismo tiempo que comenzamos el protocolo de ACLS y es introducida al cuerpo a través de máquinas especiales que transfunden a altas velocidades. Una vez que logramos recuperar el pulso, y que parece que todo está estable de nuevo, recibo otro mensaje del laboratorio. El laboratorio está en otro lugar del hospital, en otra realidad, ellos reciben sangre, la procesan, y si los resultados son anormales al grado de poner en peligro la vida de un paciente, llaman inmediatamente al médico a cargo del paciente. Ellos no saben que mi paciente ya sufrió las consecuencias de una pérdida masiva de sangre, de un hematocrito demasiado bajo, no saben que ya transfundimos cuatro unidades de sangre y dimos múltiples medicamentos, y no saben que en camino va otra muestra de sangre que seguramente demostrará un hematocrito apropiado. Pero su trabajo es notificarme, así que agradezco y cuelgo.

Un electrocardiograma demuestra un gran infarto, seguramente por el trabajo extra que tuvo que hacer el corazón y el poco oxígeno que recibió durante el tiempo que su hematocrito estuvo tan bajo. Cuando se le habla, no responde ya, quizás porque su cerebro ha sufrido un daño también. A pesar de que sus signos vitales están estables, no nos es posible disminuir los requerimientos de oxígeno en nuestro ventilador, lo que quiere decir que sus pulmones no están funcionando del todo bien ya. Sus riñones siguen fallando, y ahora las enzimas que miden la función del hígado están elevadas: shock liver, un término que describe los daños causados por una perfusión sanguínea insuficiente al hígado, cosa que sucede comúnmente en un una situación como esta.

En conjunto, a todo esto se le conoce como MODS, o Multiple Organ Dysfunction Syndrome, y su pronóstico es terrible. Una vez que fallan dos o más sistemas de órganos en un paciente crítico, las posibilidades de sobrevivir disminuyen potencialmente. Una tomografía de su tórax y abdomen demuestran la causa de la pérdida de sangre: un hematoma retroperitoneal. El tratamiento para un tromboembolismo pulmonar es dar un medicamento que “adelgaza la sangre” e inhibe diferentes mecanismos por los cuales se forman los coágulos. Si el paciente sangra, el sangrado es más difícil de controlar. En pacientes críticos, un sangrado hacia el espacio retroperitoneal, es decir, lo que se encuentra detrás del recubrimiento posterior de la cavidad abdominal, es no solo común, sino difícil de diagnosticar y de encontrar y prevenir una catástrofe. Lo que hasta ahora he descrito es extremadamente común en salas de terapia intensiva.

Tardó dos días más en morir. Durante los siguientes dos días, nuestras máquinas y medicamentos hicieron todo por él. La hemodiálisis hizo el trabajo de sus riñones y hasta algo del trabajo del hígado, la vasopresina y norepinefrina estimularon al corazón y a sus vasos sanguíneos a mantener presiones adecuadas, el respirador hizo el trabajo de sus pulmones, pero no hubo nada que trajera la función neurológica de regreso. Después de múltiples juntas familiares y discusiones éticas, morales y personales, se tomó la decisión de dejar de intervenir. Tomando en cuenta lo que su familia cree que Mr. Stevens hubiera deseado, las posibilidades de sobrevivir y de tener una vida normal después de esto consideradas, lo mejor es dejarlo ir.

La hemodiálisis se detiene, casi todos los medicamentos se retiran, excepto la morfina, para mantenerlo confortable. El respirador y los medicamentos para el corazón no se detienen, más que nada, por la familia. La muerte inmediata al detener el respirador y quitarle al corazón el soporte farmacológico es muy dramática y deja en las mentes de los seres queridos de los pacientes una espantosa huella. Lo que se hace en estos casos es no permitir “escalation of care”, es decir, mantener las dosis de medicamentos actuales, pero no aumentarlas, no agregar nuevos medicamentos a menos que sean narcóticos o sedantes, y no realizar medidas heroicas como cirugías o procedimientos para salvar su vida.

Le toma unas dos horas morir. Dos horas en las que no hubo un adiós o un te quiero, por lo menos no de parte de este padre de familia que por lo que me contaban sus hijos era muy amoroso. Los hubo de parte de todos los que se encontraban en el cuarto. Aunque hay una regla de que solamente dos familiares pueden estar ahí dentro a la vez, cuando alguien está en proceso de morir, cuantos hijos, esposas, hermanos, tíos, abuelos, o amigos se encuentren en el hospital pueden estar adentro para despedirse. Uno a uno tomaron su mano y dijeron lo que tenían que decir.

La siguiente ocasión en la que entré fue porque los monitores mostraban ya la ausencia de actividad cardiaca. Con mi estetoscopio que ha visto mejores momentos, confirmo durante treinta segundos la ausencia de latidos y de respiraciones propias. La enfermera toma un electrocardiograma que demuestra lo mismo. Time of death, eleven thirteen, am. No esperaba que mi voz se cortara de esa manera. No esperaba que después de todo el dolor que su marido sufrió en mis manos, y en las de mis colegas, esa pequeña viejecita me abrazara y dijera “thank you all for all of what you did for my husband”. Mucho menos esperaba el par de lágrimas que recorrían mis mejillas.

Tuesday, April 15, 2008

STAT

Hace varios meses, en otro hospital, otra vida, otras circunstancias.

9 de la mañana. Onceavo piso. El pase de visita comenzó a las 6. Yo empecé mi propia jornada el día anterior a las 6 de la tarde. He estado tan ocupado toda la noche que no he tenido oportunidad de comer, no he ido al baño mas que una sola vez, y no dormí un solo minuto. Es el servicio de trauma, el que más trabajo tiene en el hospital durante este verano.

El jefe de residentes, el lider, se detiene a contestar un mensaje que le ha llegado del médico adscrito. En un hospital universitario como este, los adscritos no pasan visita con nosotros los residentes. Algunos de ellos no pasan visita nunca, y a quienes conocen los pacientes es a nosotros. El jefe de residentes guía y toma decisiones, y nosotros, los internos y residentes, somos los peones que hacemos la talacha. Los demás, que apenas llevan tres horas en el hospital aprovechan para contestar sus propias llamadas, firmar notas, ordenar medicamentos.

Yo encuentro una silla y me siento. No por mucho tiempo; de reojo veo algo que me llama la atención. Todos los jueves, y hoy es jueves, hay una sesión de artículos donde sirven desayuno. No es gran cosa, café y bagels, pero en mi estado, es un manjar. Volteo hacia la puerta y veo que han dejado el desayuno afuera, el mozo que entrega el desayuno no habrá tenido una identificación electrónica como la mía para abrir la puerta.

Camino, corro, me tropiezo, hacia esa delicia que me espera, salivando ya... Con una mano levanto la bandeja llena de bagels, strudels, donas, pasteles de zanahoria y plátano, y con la otra una gran jarra de café y vasos de cartón. Con mis dos manos ocupadas me doy cuenta que no puedo ni abrir la puerta ni disfrutar esta deliciosa orgía de carbohidratos. Volteo hacia donde está M., uno de mis compañeros internos.

"M.!" Sin interrumpir su conversación telefónica voltea y me hace una cara de "guachuwant?". "Come here, M.". "guachuwant?", de nuevo. Idiota, que vengas y me ayudes, pienso. Volteo, veo la puerta, mis manos ocupadas, la puerta, mis manos ocupadas. Se me ocurre cómo llamar su atención. Hacerme el chistoso. Siempre funciona. Di algo cómico y vendran a ayudarte.

Sin volver a voltear, y en voz alta desmedida por el desvelo o quéséyo, digo, "I need help STAT!". No sé ni cómo pero me ingenio una manera de abrir la puerta, la empujo, entro y deposito el manjar sobre la mesa, la rodeo, tomo una deliciosa bagel, y...

Al voltear hacia arriba me doy cuenta del mar de gente que entra al pequeño cuarto de residentes. Enfermeras, residentes y estudiantes corren al rescate. Alguien empuja un "crash cart" por si acaso es necesario intubar o resucitar a alguien.

Mi jefe de residentes, un gringo enorme de Colorado que solía ser guardabosques, después de colgarle el teléfono al adscrito sin decir más, se abre paso entre los demás: "Where is the code?"

Yo sólo necesitaba ayuda para meter el desayuno.

Sunday, April 13, 2008

Dubois

Me cocino bajo el ardiente sol de mediodía saliendo del hospital el sábado. No me he bañado desde la madrugada anterior, sé que debajo de mi bata blanca y este pijama verde tan cómodo la sal del sudor de esta jornada, y sobre todo de las últimas horas, implora ser enjuagada bajo la regadera. Mi auto está al final del estacionamiento, ahora vacío, pero no me quejo, el sol me hace bien. Al salir del campus, enciendo la radio, “Another One Bites The Dust” de Queen. How fitting.

Llamémosle Dubois. Un nombre casi tan exótico como el nombre real que sus padres escogieron para él hace veintidós años. Similar al que ahora adornará su lápida, pagada por quienes lo escogieron la primera vez que abrió sus ojos y los miró.

Dubois estaba trabajando hace casi 3 años, cuando de pronto se encontró envuelto en llamas y sintiendo lo que en ese momento parecía ser el peor dolor de su vida. Alguien lo tiró al suelo y de alguna manera extinguió el fuego que consumía sus ropas, su piel, su cara, sus manos, sus brazos, sus genitales. Alguien más ayudó a subirlo a un vehículo de rescate donde otros se apresuraron a transportarlo hasta el hospital más cercano. Ahí, médicos y enfermeras decidieron colocar un tubo en su boca para ayudarle a respirar, catéteres en sus venas y arterias para darle líquidos y medicamentos, obtener sangre para múltiples exámenes y analizar su presión arterial, y otro catéter en su uretra para cuantificar su orina.

El tubo que se suponía debía ayudarlo a respirar resultó estar mal colocado y causar daños irreparables a su vía aérea, por lo que tuvo que ser reemplazado por un agujero en el cuello, a través del cual se colocó otro tubo, uno más corto, con la misma finalidad de mantenerlo vivo llevando oxígeno en altas concentraciones a sus pulmones. Sus padres fueron notificados. No había una esposa o hijos a quien llamar, ya que a sus dieciocho años no se había decidido a compartir su vida con nadie todavía.

Después de tres años, múltiples operaciones, seis intentos de retirar ese tubo del cuello para permitirle respirar por sí sólo, seguidos de una eventual necesidad de volverlo a colocar, cientos de grandes catéteres intravenosos e intraarteriales introducidos por sus ingles y por debajo de sus clavículas, lo conocí en el quirófano. Lo conocí después de haberse convertido en un motivo de orgullo para la unidad de quemados que lo vio sobrevivir y convertirse en un chicharrón humano, después de haberse vuelto inspiración para otros pacientes con menos quemaduras que él – no existen otros con más quemaduras que él que estén lo suficientemente conscientes como para sentirse inspirados.

Nos tomó casi dos horas encontrar una manera de colocar un tubo nuevo para que nuestros aparatos respiraran por él mientras limpiábamos unas heridas en su cara y colocábamos injertos para cubrir grandes defectos en su piel que no habían sanado todavía. El porcentaje de área que no había sanado todavía era mínimo comparado a todo lo que hasta este día se había logrado, sin embargo, debía ser atendido. Células de las pocas áreas de piel que habían sobrevivido al primer insulto, el de hace tres años, habían sido extirpadas, colocadas en jugos llenos de nutrientes en laboratorios de película de ciencia ficción, y cultivadas como se cultivan otras cosas en un viñedo californiano o una milpa mexicana.

Después de una serie de pequeñas incisiones, algunas suturas por aquí y por allá, unos cuantos centímetros cuadrados de esas hojitas de material sintético cubierto con las células que el dios en el que Dubois creyó diseñó, y la ciencia que lo mantuvo vivo desarrolló, estábamos listos para cubrir el sitio quirúrgico y dar por terminada la operación. Retirar el tubo y confiar en que no requeriría ayuda para respirar de nuevo no sería siquiera considerado en las siguientes horas. El traslado a la unidad de terapia intensiva ocurrió sin complicación alguna. Su enfermera recibió instrucciones e inmediatamente comenzó a prepararlo para pasar el resto del día con ella, el especialista en respiradores ajustó los diferentes parámetros para optimizar el intercambio de oxígeno y dióxido de carbono en sus alvéolos, el especialista en el cuidado de las heridas echó una mirada a sus vendajes y determinó que no había trabajo para él por hoy, los terapistas físicos se asomaron, y el resto de los miembros de la unidad de quemados sonrió, Dubois regresó, y está bien.

Yo, por mi parte, respiré tranquilo y satisfecho. Habiendo casi terminado mi día de trabajo, me daba cuenta que había sido uno bueno. Un par de horas más tarde, habiendo pasado visita por segunda vez en el día, ajustado dosis de medicamentos a quienes lo requerían, levantado algunos vendajes para revisar heridas y quemaduras, discutido cada paciente con el equipo entero, estaba en casa descansando para el siguiente día, cuando me tocaba estar de guardia, es decir, me quedaría a cargo de la unidad por al menos 24 horas.

La guardia del día siguiente iba bien, a las ocho de la mañana le quitamos el tubo a Dubois, pudo respirar y empezó a hablar y a tomar agua y comer sin problemas. Alrededor de las ocho de la noche, me encontraba en la cama contigua a la suya. Recibía otro paciente que regresaba del quirófano después de que los oftalmólogos habían terminado de extirpar su ojo derecho al ser evidente que nuestros esfuerzos por salvar su vista habían sido inútiles.

Mamá Dubois gritaba. Salí de donde me encontraba rápidamente, otros corrían hacia su cama. Entramos todos al mismo tiempo, mis manos, sin guantes, se encontraron pronto en su cara, limpiando secreciones sanguinolentas de alrededor de su boca e intentando empujar algo de aire a través de su boca y nariz utilizando una máscara con una bolsa conectada a los tanques de oxígeno centrales del hospital. La desordenada orquesta de un código de Advanced Cardiac Life Support tocaba aceleradamente.

La vía aérea era lo primero que debíamos solucionar, su boca contracturada y su lengua relajada detrás de su boca no permitían el pase del aire, ni me dejaban introducir algo a su boca para solucionarlo. Una dosis de paralizante muscular después, su boca se abre, la lengua fuera del camino, el aire entra y sale. Alguien más ha comenzado a empujar sus costillas hacia adentro, ya que el pulso ha desaparecido. Los monitores muestran algo de actividad eléctrica en su corazón, pero no hay pulsos, lo que quiere decir que las contracciones cardiacas no están siendo lo suficientemente efectivas como para circular su sangre. Su corazón necesita de nuestra ayuda urgentemente.

Dado que el problema de su vía aérea había sido solucionado temporalmente, a pesar de que sería necesario establecer una vía más definitiva, ya que pronto podríamos perder la habilidad de ventilar, nos enfocamos en su corazón y la circulación de sangre a sus órganos. Únicamente contábamos con un catéter venoso central, el cual es suficiente para algunas cosas pero necesitábamos otro en una arteria. El día anterior intentamos colocar uno sin éxito, ahora tres médicos intentábamos colocar uno en tres sitios distintos de su cuerpo, de nuevo, sin éxito.

Hacemos una pausa en las compresiones cardiacas para dar un vistazo al monitor y buscar pulsos. El monitor demuestra una línea casi plana, con una especie de hipo ocasional, lo que quiere decir que hasta la actividad eléctrica ineficiente que veíamos antes se ha ido, lo único que mantiene su cuerpo funcionando es la actividad física del enfermero cuya cara y ropas están empapadas de sudor por el subibaja de la resucitación cardiopulmonar. Las compresiones continúan. Medicamentos se administran: epinefrina, vasopresina, bicarbonato, calcio, atropina. Nada parece tener resultado.

Mis ojos abandonan el monitor, la vía aérea y los catéteres para ver los rostros del resto de los miembros del equipo, de mi equipo, del equipo de Dubois. Casi todos comparten la misma expresión de concentración y alarma que seguramente porto yo en este momento. Algunos han comenzado a llorar. ¿Llorar?, me pregunto. ¿Por qué están llorando en lugar de estar ayudando? No hay tiempo de pensar más en lo inapropiado que pienso que es que quienes están ayudando a mantener vivo a este paciente hayan perdido la distancia y barrera que separa nuestros sentimientos de nuestro trabajo, es necesario seguir.

Hemos perdido la vía aérea. No sólo no funciona su corazón, sino que el oxígeno ha dejado de entrar a sus pulmones. “Trach kit”, es la siguiente orden que sale de mis cuerdas bucales. Su cuello es una masa densa y gruesa de tejido cicatrizal. Sé que cualquier intento de llegar a su tráquea a través de una incisión será hecho de una manera ciega, ya que los indicadores geográficos normales han dejado de existir. Una aguja larga nos ayuda a encontrar el objetivo y una incisión permite la entrada de su séptima traqueostomía. La última. El oxígeno recupera su flujo. La saturación de este importante elemento en su sangre vuelve a elevarse. Su corazón sigue sin lograr un solo latido por acción propia.

Alguien sale a hablar con mamá Dubois. Escucho sus lamentos, más suaves, pero más dolorosos que los que me trajeron aquí hace menos de una hora. No hemos logrado nada. No parece que vayamos a lograr nada. Hemos colocado ya agujas en sus cavidades pulmonares, no sea que los pulmones se hubiesen colapsado, una gran aguja en la cavidad donde se encuentra su corazón, no sea que una hemorragia dentro de la misma hubiese sido la causa de todo esto, hemos visto con un ultrasonido el interior de su abdomen y tórax y no hemos encontrado algo que pudiera ser extirpado, puncionado, o evacuado para recuperar esta vida que sabemos se nos ha escapado ya.

Hace unos minutos que el Dr. B., el jefe del servicio, ha llegado. Es él quien dice “creo que hemos hecho todo lo que pudimos hacer”. Pregunta si alguien tiene alguna idea, algo que no hemos intentado, un diagnóstico que no hemos considerado. Hacemos una pausa en las compresiones. Los monitores siguen mostrando la misma ausencia de actividad cardiaca. Un nuevo monitor lo confirma. Hora de muerte, veintidós horas con cinco minutos.

El Dr. B abraza a mamá Dubois. Lo siento mucho. Me doy cuenta que los lamentos que escucho no son los de ella. Son los de la unidad de terapia intensiva entera. Enfermeras, médicos, técnicos, residentes, familiares y pacientes lloran dentro y fuera de esta habitación que ha sido ocupada por la muerte. Me es imposible compartir esta tristeza tan profunda, quizás porque no conocí a Dubois mas que por cuarenta y ocho horas, quizás porque el interruptor de encendido y apagado de mis sentimientos funciona bien, quizás porque la tristeza vendrá más tarde.