Y es que unas veces la cosa es medio oscura, hay muertes y dolor y llanto e histerias. Pero otras veces no es tan serio esto. Las últimas semanas este autor fue re-exiliado, si no contra su voluntad, por lo menos independientemente de ella, a una pequeña ciudad donde no hay mucho de nada, pero lo que sí, un gran hospital con un montón de personas que necesitan cirugías.
Y las hay de todas. Operamos gorditas, para hacerlas menos, viejitos, para quitarles hernias y úlceras y divertículos, jóvenes y viejos, para sacar tumores y cánceres y maligninomas, y hasta chamacos de vez en cuando pa arreglarles alguna tripa torcida o algo que de plano les sobraba o estorbaba.
Ayer fue un día bueno. No comenzó tan bien. Un día que comienza a la una de la mañana no puede traer nada bueno y menos si es lunes, pero así fue. El sonido del beeper me levanta del sillón de mi temporal sala donde suelo dormir cuando estoy de guardia casera. Y es que si me duermo en mi cama, duermo tan agusto que no me despierto si me llaman... Un acuchillado viene en camino, signos vitales estables. No sé por qué, pero estoy seguro de que no es nada. De que se trata de una cortadilla superficial como el otro acuchillado que llegó la noche anterior, en la madrugada también. Y lo es. Una buena enjuagada y un par de grapas después, roncando de nuevo.
Pero una vez que de verdad comenzó el día, la cosa se puso buena. El pase de visita, bueno... es el pase de visita. Un apresurado café y huevos en la sala de doctores... Y luego...
El paciente espera en el quirófano ya. El pijama verde cubre mi cansado pero recién bañado cuerpo. La cachuchita maricona para esconder el cabello, la máscara de papel, los goggles. El agua fría y el jabón bactericida, la bata y los guantes estériles.
Un cuchillo en la mano derecha, unas pinzas en la izquierda. "Puedo comenzar?" Siempre una buena idea preguntar al anestesiólogo. Mi navaja se introduce en la piel de mi paciente, se desliza en forma de ese separando los planos más superficiales, con apenas la suficiente presión como para abrirse paso por la delgada piel pero sin llegar a la gran vena que descansa bajo mi mano. Intercambio el cuchillo por el cauterio, con él quemo los tejidos hasta llegar casi hasta esa vena, donde de nuevo cambio mi instrumento, esta vez por unas tijeras. Con ellas y con unas pinzas, tomo el control de ella, liberándola de su bifurcación más distal, y cambiando su dirección.
La arteria braquial es mi meta ahora. Con las mismas tijeras la encuentro y saco del lugar que la ha visto crecer durante los últimos setentaydos años. Es en este momento, que recuerdo que Don Justino, mi paciente, me contó cuando lo conocí hace un par de días, que hace muchos años trabajó para el Estado Mayor Presidencial. Cuando Cárdenas era Presidente de México. Hago a un lado su humanidad una vez más y me concentro. Es necesario hacer una pequeña herida en esta arteria con un "cuchillo filoso".
La vena y la arteria, una junto a la otra están listas. De cómo se haga el siguiente paso dependerá si esta fístula arteriovenosa que Don Justiniano necesita para que le hagan la diálisis funcionará o no. Con unas suturas delgadísimas, casi microscópicas, y unos instrumentos demasiado precisos, comienzo de un lado de la vena. De ahí a la arteria. Y de ahí de regreso. Vena, arteria, vena, arteria. Casi como cuando mi mamá me tejía una colcha, sólo que ella no ponía atención a los sonidos del monitor cardiaco. Al final, un nudo pequeñito, ni mucha presión, ni muy poca, sólo la justa.
El flujo se reestablece, el momento de la verdad. ¿Habrá una fuga? ¿Será necesario volver a hacer la conexión? La sangre fluye, y las suturas no se mueven. Victoria. Aproximemos la piel ahora. Unas grapas para dar por terminado el trabajo y algún unguento por encima. La nota postoperatoria y el que sigue!
Casi una mañana perfecta.
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