Las grandes historias de amor suelen comenzar con una atracción física e intelectual que se vuelve imprescindible para la felicidad de los involucrados. Lo vemos en las películas una y otra vez, una hermosa mujer conoce a un apuesto galán por casualidad, cuando ella acaba de perder su vuelo de Los Angeles a la Patagonia mientras que él acaba de llevar a su mejor amiga a tomar el regional a San Diego. Pronto se dan cuenta de todo lo que tienen en común, y en unas pocas horas, traducidas en algunos minutos en la pantalla grande, están de regreso en algún hotel, respirando fuerte, mientras las ropas se pierden, la música se vuelve más fuerte y la cámara poco a poco se aleja hacia el horizonte.
Pero la verdad (porque yo suelo pensar que soy el poseedor de toda la verdad) es que es imposible definir el amor, ni siquiera cuando un buen amigo pasa horas y horas escribiendo el discurso que dará al oficiar la boda de un hindú contra una coreana (una boda a la que recientemente fui) ni cuando uno lee todos los libros de Erich Fromm, los poemas de Pablo Neruda o los enredos del maldito Cortázar.
La señora Gómez escucha impávida la noticia y mi explicación. No pudimos extirpar el tumor. Se repite la historia de la semana pasada, ahora con un tumor en el recto. Como lo discutimos hace unos días, había una posibilidad de que el tumor estuviera tan avanzado que no valiera la pena quitarlo. Pero cómo, doctor, cómo que no vale la pena? Por el lugar en el que se encuentra, requiere una operación enorme, llamada resección abdomino perineal, que básicamente requiere quitar la última parte del tracto gastrointestinal. Enterita. Cuando el tumor no ha invadido otras estructuras, puede ser una buena idea hacer esta gran operación porque puede salvar la vida. Pero cuando se ha extendido más allá del colon, el pronóstico es terrible y es mejor hacer una colostomía y dejar que viva el resto de sus días en paz.
Bueno, pues se hace lo que se puede, es su respuesta. Yo entiendo de esas cosas, doctor. Y es que yo también tengo cáncer. Metastásico. De hígado. Y cuando él empezó a sentirse mal otra vez, imaginamos que era un cáncer y nos íbamos a morir juntos. Está bien.
No sé por qué pero conforme me va diciendo esto esta señora, al mismo tiempo que mi frecuencia cardiaca disminuye y mi ceño se tuerce como poniendo mucha atención y quizás, mostrando algo de compasión, pero en realidad escondiendo mi horror, me asalta (literalmente) un recuerdo de la infancia. Mi papá, gordo, barbón, peludo y sin camisa, recitando con su ronca jamesearljonesca voz sus versos favoritos de Muerte sin fin de Gorostiza: “¡Oh inteligencia soledad en llamas / que todo lo concibe sin crearlo! / Finge el calor del lodo / su emoción de substancia adolorida / el iracundo amor que lo embellece/ y lo encumbre más allá de las alas”.
A veces, las mejores historias de amor no son las que comienzan súbitamente con jadehollantes embocapluvias, sino las que terminan de manera intempestiva en una unión de muerte pútrida.
“Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!”
(Gorostiza)
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