Wednesday, July 16, 2008

Reencuentro

No he escrito en varios días porque he estado algo ocupado. Las últimas dos semanas de mi segundo año como residente de cirugía llegaron con el abandono de mi chief resident, dejándome como el único residente a cargo de un servicio de cirugía general y trasplantes. No estuvo nada mal, operé mucho, cuidé a varios pacientes, y los lazos con los demás cirujanos se volvieron un poco más fuertes.

Hoy estoy ya dentro de mi tercer año. Desde el primero de julio que me invertí enterito en esta parte de la odisea que no he dejado de trabajar los nudillos. La muerte y yo nos hemos reencontrado, reconciliado y hasta apapachado. Me dio una desbancada hace unos días, sorprendiéndome cuando menos lo esperaba. Me acechó durante más de veinticuatro horas, y cuando supuso que estaba más cansado, y que lo que menos pasaba por mi mente era su cruel pero segura marcha por mis pasillos, me dio una bofetada de isquemia intestinal.

Llegamos al quirófano a las once y media de la noche, cuando, si hubiera puesto un poco más de atención, debíamos haber estado desde mediodía. No creo que hubiera hecho la más mínima diferencia, hubiera ocurrido esto antes y no después. De hecho, no creo que debimos haber operado. Tenía casi la misma probabilidad de sobrevivir con o sin mi cuchillo, este joven de ochentaytres años cuyo colon llevaba nosécuántotiempo infartado en casa. Pero así pasa, así pasa cuando sucede. Entre mi adscrito, mi jefe de residentes (ninguno de ellos puso ojo o mano sobre mi paciente), los médicos de guardia en la sala de urgencias, el jefe de residentes de medicina interna, su adscrita, su interno que va a ser psiquiatra… nos tomó más de un día darnos cuenta que en el quirófano debíamos luchar esta batalla.

Y es que le dije, Don Justino, la verdad es que usted ha vivido una vida plena. Sus hijos, que aquí lo acompañan, son muestra y testimonio de ello. Este podría ser un final aceptable. Morfina, líquidos intravenosos, una cama confortable. Pero si lo que quiere es seguir luchando a sus ochentaycinco años – ochentayseis – me corrige, ochentayseis, usted disculpe, si usted lo que quiere es seguir luchando a sus ochentayseis años, la única opción que tenemos es una operación. Yo nunca me di por vencido, y no lo voy a hacer ahora, doctor, y si Dios me quiere llevar en el quirófano, pues que así sea.

Son casi las doce de la noche cuando está listo el quirófano, han llegado la circulante, la enfermera quirúrgica, el técnico, el anestesiólogo, mi adscrito. Casi las doce cuando por fin hemos colocado una sonda de Foley, un catéter venoso central, una línea arterial. Casi las doce cuando ha sido intubado, puesto en posición, su abdomen lavado y las sábanas estériles colocadas sobre su pequeño y frágil cuerpo. Casi las doce cuando mi mano derecha sostiene una vez más el frío metal y ese escalofrío gris recorre mis entrañas liberando esa pequeña euforia que se desata en la tormenta de orden y paz que me inunda conforme la piel da de sí. Una vez más.

Es obvio. Es inmediatamente obvio. Siempre estuvo ahí. El colon ascendente, transverso y descendente. Muerto. Conforme mi cauterio se abre paso por la fascia, este necrótico y triste órgano se desliza detrás de mis manos, escapando de la cavidad abdominal. Como si adivinara su inevitable y próximo destino. Grapa por aquí, sutura por acá, corta por allá… Et voilá. Le intestine. C’est morte!

Son las tres y media de la mañana cuando llego a mi casa. Qué cómico es cómo en este negocio la historia se repite. Una y otra vez. Son las seis quince cuando mi despertador suena. Es sábado, y como el jefe de residentes tiene el fin de semana libre, yo soy el jefe. He quedado de pasar visita con los internos y estudiantes a las siete. Mensaje de texto “C. I’m sorry, I was up all night, will round at 8”. Al parecer ellos ya se habían enterado y no les importa, harán cualquiercosa mientras llego.

Fast forward. Ahora son las 8 de la mañana. Estoy estacionando mi carro afuera del hospital, Starbucks en mano. El teléfono suena. Es J., el residente de terapia intensiva “your patient is coding, dude”. Mierda. Cuando llego han dado ya dos rondas de medicamentos, tres o cuatro enfermeros y estudiantes se toman turnos para las compresiones, como es mi paciente, me pasan la batuta de decir qué sigue. Otra ronda. Epinefrina. Atropina. Bicarbonato. Nada? Pulsos? Sigue.

Creo que hemos hecho lo suficiente. Los exámenes de laboratorio urgentes demuestran una acidosis severa, todo lo demás más o menos normal. Los pulsos no han regresado. El monitor sigue mostrando poco más que nada. Es tiempo. Alguien tiene alguna idea? Algo que no hemos considerado? Me doy cuenta que mis nuevos estudiantes, esos tres infantes que apenas esta semana comenzaron la parte clínica de la escuela de medicina, me miran con ojos abiertos, con una mezcla de euforia y terror. Una de ellas, la más cursi, parece que va a llorar. El otro, parece que le acabaran de regalar un G.I. Joe.

Yo disfruto la tristeza de perder uno más. Maldigo a la muerte mientras me despido de beso de ella. Sé que te veré antes de que anochezca dos o tres veces más. Después de todo, esta mañana llegamos juntos, necesitarás que te lleve de regreso a tu auto. ¿Lo dejaste en mi casa, no?