Sunday, April 13, 2008

Dubois

Me cocino bajo el ardiente sol de mediodía saliendo del hospital el sábado. No me he bañado desde la madrugada anterior, sé que debajo de mi bata blanca y este pijama verde tan cómodo la sal del sudor de esta jornada, y sobre todo de las últimas horas, implora ser enjuagada bajo la regadera. Mi auto está al final del estacionamiento, ahora vacío, pero no me quejo, el sol me hace bien. Al salir del campus, enciendo la radio, “Another One Bites The Dust” de Queen. How fitting.

Llamémosle Dubois. Un nombre casi tan exótico como el nombre real que sus padres escogieron para él hace veintidós años. Similar al que ahora adornará su lápida, pagada por quienes lo escogieron la primera vez que abrió sus ojos y los miró.

Dubois estaba trabajando hace casi 3 años, cuando de pronto se encontró envuelto en llamas y sintiendo lo que en ese momento parecía ser el peor dolor de su vida. Alguien lo tiró al suelo y de alguna manera extinguió el fuego que consumía sus ropas, su piel, su cara, sus manos, sus brazos, sus genitales. Alguien más ayudó a subirlo a un vehículo de rescate donde otros se apresuraron a transportarlo hasta el hospital más cercano. Ahí, médicos y enfermeras decidieron colocar un tubo en su boca para ayudarle a respirar, catéteres en sus venas y arterias para darle líquidos y medicamentos, obtener sangre para múltiples exámenes y analizar su presión arterial, y otro catéter en su uretra para cuantificar su orina.

El tubo que se suponía debía ayudarlo a respirar resultó estar mal colocado y causar daños irreparables a su vía aérea, por lo que tuvo que ser reemplazado por un agujero en el cuello, a través del cual se colocó otro tubo, uno más corto, con la misma finalidad de mantenerlo vivo llevando oxígeno en altas concentraciones a sus pulmones. Sus padres fueron notificados. No había una esposa o hijos a quien llamar, ya que a sus dieciocho años no se había decidido a compartir su vida con nadie todavía.

Después de tres años, múltiples operaciones, seis intentos de retirar ese tubo del cuello para permitirle respirar por sí sólo, seguidos de una eventual necesidad de volverlo a colocar, cientos de grandes catéteres intravenosos e intraarteriales introducidos por sus ingles y por debajo de sus clavículas, lo conocí en el quirófano. Lo conocí después de haberse convertido en un motivo de orgullo para la unidad de quemados que lo vio sobrevivir y convertirse en un chicharrón humano, después de haberse vuelto inspiración para otros pacientes con menos quemaduras que él – no existen otros con más quemaduras que él que estén lo suficientemente conscientes como para sentirse inspirados.

Nos tomó casi dos horas encontrar una manera de colocar un tubo nuevo para que nuestros aparatos respiraran por él mientras limpiábamos unas heridas en su cara y colocábamos injertos para cubrir grandes defectos en su piel que no habían sanado todavía. El porcentaje de área que no había sanado todavía era mínimo comparado a todo lo que hasta este día se había logrado, sin embargo, debía ser atendido. Células de las pocas áreas de piel que habían sobrevivido al primer insulto, el de hace tres años, habían sido extirpadas, colocadas en jugos llenos de nutrientes en laboratorios de película de ciencia ficción, y cultivadas como se cultivan otras cosas en un viñedo californiano o una milpa mexicana.

Después de una serie de pequeñas incisiones, algunas suturas por aquí y por allá, unos cuantos centímetros cuadrados de esas hojitas de material sintético cubierto con las células que el dios en el que Dubois creyó diseñó, y la ciencia que lo mantuvo vivo desarrolló, estábamos listos para cubrir el sitio quirúrgico y dar por terminada la operación. Retirar el tubo y confiar en que no requeriría ayuda para respirar de nuevo no sería siquiera considerado en las siguientes horas. El traslado a la unidad de terapia intensiva ocurrió sin complicación alguna. Su enfermera recibió instrucciones e inmediatamente comenzó a prepararlo para pasar el resto del día con ella, el especialista en respiradores ajustó los diferentes parámetros para optimizar el intercambio de oxígeno y dióxido de carbono en sus alvéolos, el especialista en el cuidado de las heridas echó una mirada a sus vendajes y determinó que no había trabajo para él por hoy, los terapistas físicos se asomaron, y el resto de los miembros de la unidad de quemados sonrió, Dubois regresó, y está bien.

Yo, por mi parte, respiré tranquilo y satisfecho. Habiendo casi terminado mi día de trabajo, me daba cuenta que había sido uno bueno. Un par de horas más tarde, habiendo pasado visita por segunda vez en el día, ajustado dosis de medicamentos a quienes lo requerían, levantado algunos vendajes para revisar heridas y quemaduras, discutido cada paciente con el equipo entero, estaba en casa descansando para el siguiente día, cuando me tocaba estar de guardia, es decir, me quedaría a cargo de la unidad por al menos 24 horas.

La guardia del día siguiente iba bien, a las ocho de la mañana le quitamos el tubo a Dubois, pudo respirar y empezó a hablar y a tomar agua y comer sin problemas. Alrededor de las ocho de la noche, me encontraba en la cama contigua a la suya. Recibía otro paciente que regresaba del quirófano después de que los oftalmólogos habían terminado de extirpar su ojo derecho al ser evidente que nuestros esfuerzos por salvar su vista habían sido inútiles.

Mamá Dubois gritaba. Salí de donde me encontraba rápidamente, otros corrían hacia su cama. Entramos todos al mismo tiempo, mis manos, sin guantes, se encontraron pronto en su cara, limpiando secreciones sanguinolentas de alrededor de su boca e intentando empujar algo de aire a través de su boca y nariz utilizando una máscara con una bolsa conectada a los tanques de oxígeno centrales del hospital. La desordenada orquesta de un código de Advanced Cardiac Life Support tocaba aceleradamente.

La vía aérea era lo primero que debíamos solucionar, su boca contracturada y su lengua relajada detrás de su boca no permitían el pase del aire, ni me dejaban introducir algo a su boca para solucionarlo. Una dosis de paralizante muscular después, su boca se abre, la lengua fuera del camino, el aire entra y sale. Alguien más ha comenzado a empujar sus costillas hacia adentro, ya que el pulso ha desaparecido. Los monitores muestran algo de actividad eléctrica en su corazón, pero no hay pulsos, lo que quiere decir que las contracciones cardiacas no están siendo lo suficientemente efectivas como para circular su sangre. Su corazón necesita de nuestra ayuda urgentemente.

Dado que el problema de su vía aérea había sido solucionado temporalmente, a pesar de que sería necesario establecer una vía más definitiva, ya que pronto podríamos perder la habilidad de ventilar, nos enfocamos en su corazón y la circulación de sangre a sus órganos. Únicamente contábamos con un catéter venoso central, el cual es suficiente para algunas cosas pero necesitábamos otro en una arteria. El día anterior intentamos colocar uno sin éxito, ahora tres médicos intentábamos colocar uno en tres sitios distintos de su cuerpo, de nuevo, sin éxito.

Hacemos una pausa en las compresiones cardiacas para dar un vistazo al monitor y buscar pulsos. El monitor demuestra una línea casi plana, con una especie de hipo ocasional, lo que quiere decir que hasta la actividad eléctrica ineficiente que veíamos antes se ha ido, lo único que mantiene su cuerpo funcionando es la actividad física del enfermero cuya cara y ropas están empapadas de sudor por el subibaja de la resucitación cardiopulmonar. Las compresiones continúan. Medicamentos se administran: epinefrina, vasopresina, bicarbonato, calcio, atropina. Nada parece tener resultado.

Mis ojos abandonan el monitor, la vía aérea y los catéteres para ver los rostros del resto de los miembros del equipo, de mi equipo, del equipo de Dubois. Casi todos comparten la misma expresión de concentración y alarma que seguramente porto yo en este momento. Algunos han comenzado a llorar. ¿Llorar?, me pregunto. ¿Por qué están llorando en lugar de estar ayudando? No hay tiempo de pensar más en lo inapropiado que pienso que es que quienes están ayudando a mantener vivo a este paciente hayan perdido la distancia y barrera que separa nuestros sentimientos de nuestro trabajo, es necesario seguir.

Hemos perdido la vía aérea. No sólo no funciona su corazón, sino que el oxígeno ha dejado de entrar a sus pulmones. “Trach kit”, es la siguiente orden que sale de mis cuerdas bucales. Su cuello es una masa densa y gruesa de tejido cicatrizal. Sé que cualquier intento de llegar a su tráquea a través de una incisión será hecho de una manera ciega, ya que los indicadores geográficos normales han dejado de existir. Una aguja larga nos ayuda a encontrar el objetivo y una incisión permite la entrada de su séptima traqueostomía. La última. El oxígeno recupera su flujo. La saturación de este importante elemento en su sangre vuelve a elevarse. Su corazón sigue sin lograr un solo latido por acción propia.

Alguien sale a hablar con mamá Dubois. Escucho sus lamentos, más suaves, pero más dolorosos que los que me trajeron aquí hace menos de una hora. No hemos logrado nada. No parece que vayamos a lograr nada. Hemos colocado ya agujas en sus cavidades pulmonares, no sea que los pulmones se hubiesen colapsado, una gran aguja en la cavidad donde se encuentra su corazón, no sea que una hemorragia dentro de la misma hubiese sido la causa de todo esto, hemos visto con un ultrasonido el interior de su abdomen y tórax y no hemos encontrado algo que pudiera ser extirpado, puncionado, o evacuado para recuperar esta vida que sabemos se nos ha escapado ya.

Hace unos minutos que el Dr. B., el jefe del servicio, ha llegado. Es él quien dice “creo que hemos hecho todo lo que pudimos hacer”. Pregunta si alguien tiene alguna idea, algo que no hemos intentado, un diagnóstico que no hemos considerado. Hacemos una pausa en las compresiones. Los monitores siguen mostrando la misma ausencia de actividad cardiaca. Un nuevo monitor lo confirma. Hora de muerte, veintidós horas con cinco minutos.

El Dr. B abraza a mamá Dubois. Lo siento mucho. Me doy cuenta que los lamentos que escucho no son los de ella. Son los de la unidad de terapia intensiva entera. Enfermeras, médicos, técnicos, residentes, familiares y pacientes lloran dentro y fuera de esta habitación que ha sido ocupada por la muerte. Me es imposible compartir esta tristeza tan profunda, quizás porque no conocí a Dubois mas que por cuarenta y ocho horas, quizás porque el interruptor de encendido y apagado de mis sentimientos funciona bien, quizás porque la tristeza vendrá más tarde.

1 comment:

Onésimo Flores said...

Mi querido Izzie Stevens...

Dime que es ficcion maestro! Que energia! Con razon traes ojeras y ya no te pareces al de tu credencial de elector...

Seguiremos este blog de aqui hasta que se lo vendas a ABC.