Si hay algo que he aprendido de ser cirujano y de ver la última temporada de Los Soprano, es que la muerte no es como en las películas. Tendemos a pensar que cuando uno se muere, sobre todo de una manera dramática como de un disparo, o una cuchillada, o un “accidente” (como tantos de los enemigos y amigos de Tony, y como suponemos que el mismo Tony), hay oportunidad de tener esos “últimos minutos”. Todos hemos tenido el sueño donde después de recibir un balazo en la panza, o quedar atrapado entre la parte delantera de una camioneta y un árbol, pedimos al policía que llame a nuestros seres queridos, o si no están cerca, que les diga lo mucho que los amamos, y cuan arrepentidos estamos de haber hecho talocual cosa.
La muerte no suele ser así. Para empezar, la mayoría de la gente que recibe uno o más balazos, o que sufre un accidente severo muere en el lugar o en el camino al hospital, estando inconscientes. Los que sobreviven a los primeros minutos, pero que eventualmente acaban sucumbiendo a las garras de la calaca en sotana negra, por lo general son intubados en cuanto llegan a la sala de emergencias, si no es que ya fueron intubados por los paramédicos, y permanecen así durante el tiempo que pasa entre que se hacen todos los intentos por salvarles la vida y se mueren.
El Sr. Stevens era un hombre de unos sesenta o setenta años, esposo, padre de familia. Sus hijos, todos mayores de edad, casi todos están casados y con sus propios hijos. Casi todos excepto el que a los dieciocho años le diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Entra y sale de instituciones mentales, tiene su siquiatra al que ve con regularidad, y cuando toma sus medicamentos, es agradable, aunque algo excéntrico. El y su esposa han decidido que mientras no esté internado, va a vivir con ellos el resto de su vida, se han dedicado a cuidarlo, quererlo y a jalarle las orejas (si se deja) cuando no sigue los consejos del médico.
“70 yo M mult gunshot wounds to face, surgical airway in field, BP 130/60 HR 145 ETA 7 min” es el mensaje que recibimos los miembros del equipo de trauma. No sé por qué, si todos usamos la misma marca de radio, que fue expedida por el mismo hospital, y es el mismo servicio de mensajes que manda la advertencia, nos llega en diferentes momentos. Estamos todos sentados en la trinchera, el hoyo, la zanja, AKA “the Pit”, cuando uno a uno comienzan a sonar nuestros radios con el mismo mensaje. El último en sonar es el mío, cuando ya me estoy preparando para recibir al paciente.
El delantal rojo de plomo (para proteger a la tiroides y a los muchachos de los peligros de los rayos equis) con la palabra “Trauma Surgery” en la parte superior derecha, el cubretodo amarillo de papel que se supone protege de la sangre y otros líquidos corporales, guantes de látex, goggles no tan sexys como los que usan los esquiadores profesionales, cubreboca, el estetoscopio colgado del cuello. El carrito con todo lo necesario para intubar está a mi lado, aunque que el mensaje decía que tenía una vía aérea quirúrgica, lo que quiere decir que los paramédicos hicieron un agujero en su cuello para colocar un tubo y por ahí están ventilando sus pulmones, no es posible saber si esa vía aérea es adecuada hasta que el paciente llega. Hay que ser precavidos y estar preparados para todo.
El hijo esquizofrénico de Mr. Stevens le ha disparado varias veces en la cara. Debe haber pensado que se trataba de un extraterrestre o que su propio padre lo había denunciado a los hombres de negro. Llega con su vía aérea quirúrgica funcionando bien, los paramédicos empujando aire hacia sus pulmones con una bomba manual y su corazón latiendo fuerte, aunque algo rápido, lo cual es natural dadas las circunstancias (ABC – Airway, Breathing, Circulation, check!). Su cara no parece una cara. El ojo derecho se ha reventado, hay varios puntos que parecen ser sitios de entrada o salida de las balas, todo está inflamado y lleno de sangre. Mis manos recorren su rostro y cuero cabelludo en busca de los relieves usuales, intentando darme una mejor idea de la extensión del daño. Mis dedos se hunden en su mejilla derecha, sin la resistencia usual de las estructuras óseas que ahí pertenecen, el otro lado parece estar intacto, exploran y cuentan los agujeros, son seis en total, todos en la cara, nada en el resto de la cabeza.
La tomografía muestra múltiples fracturas de los huesos de la cara, incluyendo la órbita derecha, donde descansa una imagen que no se parece en nada a un ojo. Milagrosamente, o por casualidad dependiendo de la fe de uno, ninguna bala entró a la cavidad craneana. Esto quiere decir que a pesar de que seguramente perderá la vista, y quedará su cara deformada, tiene buenas posibilidades de sobrevivir. Dependiendo del día, es el servicio de Cirugía Plástica o el de Cirugía Maxilofacial el que se encarga de trauma a la cara. La diferencia es que los plásticos son médicos que después hicieron cirugía general y luego plástica, mientras que los maxilofaciales son dentistas que se especializaron en cirugía de cara. Como ambos tienen la habilidad de reparar trauma a la cara, se reparten las guardias, y hoy le toca a plástica. Después de que lo han evaluado y de haber discutido los exámenes y estudios radiológicos con todos los servicios involucrados, y de haberlo llenado de narcóticos y sedantes para calmar su dolor y asegurar que no se mueva, el traslado a la unidad de terapia intensiva ocurre.
Al llegar al décimo piso comienza la siguiente parte de este difícil proceso. A pesar del buen pronóstico que tienen las heridas de bala a la cara, por lo menos al compararlas con heridas de bala intracranéanas, las posibilidades que tiene de salir caminando de esta unidad no son las mejores. Hay tantas cosas que pueden acabar con la vida de un paciente en una unidad de terapia intensiva; los hospitales son nidos de diferentes bacterias, el solo hecho de estar internado en uno aumenta las posibilidades de desarrollar una neumonía, una infección de la sangre o de una herida, y más en un paciente que está intubado y que requiere de un respirador para sobrevivir. La famosa triada de Virchow, que casi todos aprendimos en la escuela de medicina – la inmovilidad prolongada, la estasis sanguínea y el daño traumático al endotelio (la piel que recubre el interior de los vasos sanguíneos) – sugiere que su riesgo de desarrollar un coágulo que después ocluya las arterias que van a los pulmones, es alta.
Pasan varios días, durante los cuales Mr. Stevens acude una y otra vez al quirófano, se le dan múltiples medicamentos, antibióticos, tratamientos y demás. El agujero temporal que los paramédicos hicieron en su cuello es reemplazado por otro que es algo más permanente y más fácil de manejar. De esta manera se le permite respirar por sí sólo cuando es posible para evitar la atrofia por desuso de sus músculos respiratorios.
Un día sus riñones comienzan a fallar. Esto se llama falla renal aguda. Ocurre con frecuencia en pacientes hospitalizados, sobre todo en pacientes que se encuentran graves de cosas no relacionadas a los riñones. La función principal del riñón es la de limpiar la sangre de toxinas y producir orina, por la cual se eliminan las mismas. Los niveles que podemos medir de diferentes moléculas en su sangre empiezan a elevarse, y la cantidad de orina que produce por hora disminuye. Una consulta al departamento de nefrología da como resultado un nuevo catéter y el comienzo de hemodiálisis, con una gran máquina limpiando su sangre al lado de su cama.
Otro día su frecuencia cardiaca se eleva y el porcentaje de oxígeno en su sangre disminuye, a pesar de que nuestras máquinas están entregando oxígeno al 100% directamente a sus pulmones. Nuestra sospecha es la de un embolismo pulmonar, el coágulo en los pulmones del que hablaba anteriormente. Desgraciadamente, el examen que nos dirá si lo tiene o no, requiere dar un contraste directamente a su sangre, el cual puede ser tóxico para sus riñones y terminar con la esperanza de que eventualmente recuperen su función. Comenzar el tratamiento para el coágulo basados en la sospecha de este diagnóstico es una opción, pero el tratamiento mismo tiene sus riesgos, entre ellos un sangrado masivo al cerebro o a su abdomen. El paciente no está lo suficientemente consciente como para tomar la decisión. La familia entera lo discute, y después de unas horas nos dan su determinación… queremos tratar el tromboembolismo pulmonar, no queremos destruir sus riñones.
Esa misma noche el tratamiento comienza. Todo va bien… hasta la mañana siguiente. Mientras estamos en nuestra entrega de guardia diaria, una sesión durante la cual los residentes que estuvieron trabajando la noche anterior presentan al equipo del día y a los adscritos todo lo que sucedió en las últimas 24 horas me llega un mensaje urgente del laboratorio. La última muestra de sangre que enviamos muestra que el hematocrito de Mr. Stevens es mucho más bajo que la última vez que lo medimos. Esto puede querer decir dos cosas: que el laboratorio se haya equivocado (una mala muestra, o una falla en el equipo), o el paciente está sangrando.
Abandono la entrega de guardia para ir a “echarle un ojo”. Todo parece estar en orden. Su presión y frecuencia cardiaca están estables. Le hablo y parece escuchar, al pedirle que apriete mi mano, lo hace. Su abdomen está suave y no parece estar más distendido que la última vez que lo palpé. Decido mandar una muestra de sangre marcada como urgente para confirmar el resultado. Mientras tanto llamo al banco de sangre para que manden cuatro unidades de sangre, si el resultado es el mismo que hace unos minutos, la sangre ya estará aquí y podremos comenzar la transfusión inmediatamente. Mientras estoy en el teléfono con esto y mandando un mensaje de texto a mi adscrito, haciéndole saber lo que está sucediendo, suenan las alarmas dentro de su habitación.
Su corazón ha dejado de latir. Múltiples dosis de medicamentos y choques eléctricos al corazón, compresiones cardiacas, colocación de líneas intravenosas y demás, su corazón comienza a funcionar de nuevo. La sangre llega casi al mismo tiempo que comenzamos el protocolo de ACLS y es introducida al cuerpo a través de máquinas especiales que transfunden a altas velocidades. Una vez que logramos recuperar el pulso, y que parece que todo está estable de nuevo, recibo otro mensaje del laboratorio. El laboratorio está en otro lugar del hospital, en otra realidad, ellos reciben sangre, la procesan, y si los resultados son anormales al grado de poner en peligro la vida de un paciente, llaman inmediatamente al médico a cargo del paciente. Ellos no saben que mi paciente ya sufrió las consecuencias de una pérdida masiva de sangre, de un hematocrito demasiado bajo, no saben que ya transfundimos cuatro unidades de sangre y dimos múltiples medicamentos, y no saben que en camino va otra muestra de sangre que seguramente demostrará un hematocrito apropiado. Pero su trabajo es notificarme, así que agradezco y cuelgo.
Un electrocardiograma demuestra un gran infarto, seguramente por el trabajo extra que tuvo que hacer el corazón y el poco oxígeno que recibió durante el tiempo que su hematocrito estuvo tan bajo. Cuando se le habla, no responde ya, quizás porque su cerebro ha sufrido un daño también. A pesar de que sus signos vitales están estables, no nos es posible disminuir los requerimientos de oxígeno en nuestro ventilador, lo que quiere decir que sus pulmones no están funcionando del todo bien ya. Sus riñones siguen fallando, y ahora las enzimas que miden la función del hígado están elevadas: shock liver, un término que describe los daños causados por una perfusión sanguínea insuficiente al hígado, cosa que sucede comúnmente en un una situación como esta.
En conjunto, a todo esto se le conoce como MODS, o Multiple Organ Dysfunction Syndrome, y su pronóstico es terrible. Una vez que fallan dos o más sistemas de órganos en un paciente crítico, las posibilidades de sobrevivir disminuyen potencialmente. Una tomografía de su tórax y abdomen demuestran la causa de la pérdida de sangre: un hematoma retroperitoneal. El tratamiento para un tromboembolismo pulmonar es dar un medicamento que “adelgaza la sangre” e inhibe diferentes mecanismos por los cuales se forman los coágulos. Si el paciente sangra, el sangrado es más difícil de controlar. En pacientes críticos, un sangrado hacia el espacio retroperitoneal, es decir, lo que se encuentra detrás del recubrimiento posterior de la cavidad abdominal, es no solo común, sino difícil de diagnosticar y de encontrar y prevenir una catástrofe. Lo que hasta ahora he descrito es extremadamente común en salas de terapia intensiva.
Tardó dos días más en morir. Durante los siguientes dos días, nuestras máquinas y medicamentos hicieron todo por él. La hemodiálisis hizo el trabajo de sus riñones y hasta algo del trabajo del hígado, la vasopresina y norepinefrina estimularon al corazón y a sus vasos sanguíneos a mantener presiones adecuadas, el respirador hizo el trabajo de sus pulmones, pero no hubo nada que trajera la función neurológica de regreso. Después de múltiples juntas familiares y discusiones éticas, morales y personales, se tomó la decisión de dejar de intervenir. Tomando en cuenta lo que su familia cree que Mr. Stevens hubiera deseado, las posibilidades de sobrevivir y de tener una vida normal después de esto consideradas, lo mejor es dejarlo ir.
La hemodiálisis se detiene, casi todos los medicamentos se retiran, excepto la morfina, para mantenerlo confortable. El respirador y los medicamentos para el corazón no se detienen, más que nada, por la familia. La muerte inmediata al detener el respirador y quitarle al corazón el soporte farmacológico es muy dramática y deja en las mentes de los seres queridos de los pacientes una espantosa huella. Lo que se hace en estos casos es no permitir “escalation of care”, es decir, mantener las dosis de medicamentos actuales, pero no aumentarlas, no agregar nuevos medicamentos a menos que sean narcóticos o sedantes, y no realizar medidas heroicas como cirugías o procedimientos para salvar su vida.
Le toma unas dos horas morir. Dos horas en las que no hubo un adiós o un te quiero, por lo menos no de parte de este padre de familia que por lo que me contaban sus hijos era muy amoroso. Los hubo de parte de todos los que se encontraban en el cuarto. Aunque hay una regla de que solamente dos familiares pueden estar ahí dentro a la vez, cuando alguien está en proceso de morir, cuantos hijos, esposas, hermanos, tíos, abuelos, o amigos se encuentren en el hospital pueden estar adentro para despedirse. Uno a uno tomaron su mano y dijeron lo que tenían que decir.
La siguiente ocasión en la que entré fue porque los monitores mostraban ya la ausencia de actividad cardiaca. Con mi estetoscopio que ha visto mejores momentos, confirmo durante treinta segundos la ausencia de latidos y de respiraciones propias. La enfermera toma un electrocardiograma que demuestra lo mismo. Time of death, eleven thirteen, am. No esperaba que mi voz se cortara de esa manera. No esperaba que después de todo el dolor que su marido sufrió en mis manos, y en las de mis colegas, esa pequeña viejecita me abrazara y dijera “thank you all for all of what you did for my husband”. Mucho menos esperaba el par de lágrimas que recorrían mis mejillas.
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