Tuesday, June 17, 2008

Andrew

Parte de lo que nos atrae a tantos hacia la medicina, es la constante estimulación intelectual que ésta ofrece. Si bien es cierto lo que todos, absolutamente todos, mis tíos, abuelos, amigos, amigos de mis padres, y hasta mis padres mismos me advirtieron cuando entré a la escuela de medicina hace más de diez años, que “un médico nunca deja de estudiar”, “siempre tiene la nariz enterrada en los libros”, no es a esa estimulación intelectual a la que me refiero. De hecho, el tener las narices metidas en los libros es una de las cosas más aburridas del mundo, lo hacemos porque si no, sería inmoral pedirle a un paciente que nos permitiera jugar con sus electrolitos, medir sus enzimas cardíacas, o meter nuestras manos por detrás del ángulo esplénico de su colon cuidadosamente para remover un tumor. Pero lo divertido, lo estimulante, lo que nos hace levantarnos con gusto por las mañanas, aparte de saber que algo de lo que hacemos podría hacerle un bien a alguien, son las sorpresas con las que nos topamos día con día, la adrenalina secretada al intentar detener un sangrado masivo, la euforia de por fin terminar una resección hepática que ha durado ocho horas, o la felicidad compartida de dar una buena noticia, aunque sea de vez en cuando.

Sin embargo, a menudo nos encontramos con pacientes que no tienen mucho de nada. Que vienen una y otra vez a nuestro consultorio con una molestia menor u otra, que permanecen en nuestros hospitales, después de una cirugía menor o mayor, con pequeños detalles que nadamás no acabamos de afinar y que poco a poco van dejando de interesarnos. Que poco a poco, esa meticulosa manera con la que explorábamos su abdomen, escuchábamos sus ruidos cardíacos, analizábamos sus tomografías, le hacíamos pregunta tras pregunta, y hasta nos despertábamos a la mitad de la noche en medio de una epifanía, o nos deteníamos en medio de… va convirtiéndose en una nota cada vez más corta, un buenos días, cómo está, déjeme le apachurro la panza, cada vez más breve, hasta que un día, hasta se nos olvida pasar por su habitación cuando pasamos la visita de la tarde.

Andrew me recuerda a alguien. Tiene 57 años y es autista. Y no me refiero a un autista como los que llegan a ser protagonistas de un especial en el Discovery Health o en HBO, por haber desarrollado un talento u otro. No. Andrew sabe hacer algunas cosas. Camina sin ayuda. Suele quitarse toda su ropa antes de comenzar a caminar, pero para eso tampoco requiere ayuda. Si se le sirve un plato de comida enfrente, él mismo se lo come. Un vaso con limonada igual. Más de una vez, cuando lo han llevado a ver a su médico familiar, se ha comido de un manotazo (porque tiene unas manos enormes) todo el bowl de chocolates o mentas que las secretarias tienen en su escritorio. Una Navidad, cuenta la doctora, devoró una casita de jengibre que alguien acababa de regalarle. Su única interacción con los que lo rodeamos es que ocasionalmente encuentra la mirada, la sostiene por uno o dos minutos, uno o dos minutos durante los cuales parece que va a decir algo profundo y filosófico, para luego abandonarla y continuar en su mundo, meneando la cabeza.

A pesar de que no ha hablado nunca, un día despiertan sus gritos a los enfermeros de la casa hogar donde vive. Está tumbado en el piso, con sus manos en su abdomen, como quien tiene un dolor de estómago terrible. Alarmados, llaman una ambulancia, la cual lo trae hasta mi hospital. Unas horas después, mis colegas (yo no estaba de guardia ese día) le extirparon el colon entero, ya que había sufrido un vólvulo intestinal agudo, una condición en la cual el colon se “tuerce” sobre sí mismo y pierde todo flujo sanguíneo. Si no se hace algo para resolverlo, como una cirugía “destorzedora” o una resección si ha muerto ya parte del intestino, el paciente se muere casi siempre.

Diecisiete días han pasado ya desde la cirugía que salvó su vida. Diecisiete días y sigue en el hospital. Esta es una cirugía de la que la mayoría de los pacientes en cuatro o cinco días son dados de alta y se van a sus casas a tomar las cosas con calma pero a poco a poco regresar a la normalidad. Andrew no lo ha logrado. Primero, no toleraba nada por vía oral, así que hubo que alimentarlo de otras ingeniosas maneras que la medicina moderna ha formulado. Luego, cuando comenzó a poder alimentarse, no tenía apetito, y casi todas las noches, a la media noche, vomitaba. Luego el sodio. Demasiado bajo. Será la vomitadera? Pues a darle sodio. Pero el sodio, necio, que no entiende que si yo le cuelgo una bolsa de solución salina a una tasa de 100 a 125 mililitros por hora, y si le restrinjo la ingesta de agua libre, mis libros dicen que su sodio debe normalizarse. Será algo oculto? Hipotiroidismo quizás? Sus hormonas son normales. Deficiencia de glucocorticoides? Tampoco.

Día con día va perdiendo peso. Sus ojos se hunden poco a poco cada vez más. Será que esta cirugía únicamente prolongó lo inevitable? Será que la calaca ríe bajo su sotana, mofándose de mi ingenuidad en intentar una competencia sana con ella? O será acaso que tanto me ha aburrido ya este paciente que no ofrece anécdotas de la guerra de Vietnam porque no habla, que no ofrece un infarto agudo al miocardio o un tromboembolismo pulmonar que me despierte a las 3 de la mañanae con un acertijo de signos y síntomas, que no ofrece unas vísceras expuestas, una cara deformada o un espacio retroperitoneal lleno de sangre? Que me ha aburrido tanto que he dejado de buscarle una explicación a su patético deterioro?

Esta anécdota no tiene un feliz final de un acierto diagnóstico o un dramático desenlace con una dolorosa muerte. No. Andrew sigue en el hospital. Entro todas las mañanas, y casi todas las tardes, a su habitación y aunque no responde a mis estímulos verbales lo saludo, le pregunto cómo se siente, le pido permiso para examinar su abdomen, reviso sus exámenes de laboratorio, ordeno medicamentos, ordeno más exámenes, pregunto si sería una buena idea hacer una colonoscopía, y me retiro a mis aposentos con una derrota que es casi peor que perderle a la muerte. Peor porque no sé ni contra quién estoy jugando.

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