Thursday, June 19, 2008

Pollock Marrón


El volumen de la música de fondo es más fuerte que lo usual. Son las diez y media de la noche y escuchamos “Paradise City” de Guns N’ Roses mientras perseguimos un estafilococo que intenta llevarse la vida de este enorme hombre de 57 años. Lo perseguimos con un cauterio, pinzas, y un catéter de succión, cortando cada vez más piel, grasa y músculo de su espalda, intentando ganarle el paso. Ante nuestros ojos vemos cómo no vamos lo suficientemente rápido, en cuanto creemos haber alcanzado tejido normal, éste se desintegra liberando más y más pus que de nuevo nos provoca a crear otro plano en su espalda mientras rezamos, o deseamos con todas nuestras fuerzas, que esta sea la última bocanada de hombro que pierde Bobby.


El boquete final es enorme. Si en algún cuento mágico un ala iba a nacer de cada uno de sus omóplatos, del lado derecho no lo hará más. Será un ángel cojo, cojo de ala. Es tan gordo que no creo que hubiera podido volar ni con las dos alas, pero bueno, por licencia literaria digamos que con un ala volará de lado y no llegará jamás al cielo. Por un lado su espalda parece normal, me recuerda la espalda peluda de mi propio padre, por el otro, la pérdida de relieve es impactante, el músculo desnudo llora lágrimas de sangre que se resbalan por las sábanas que cubren su gorda espalda hasta caer sobre mis zapatos. Un vistazo a los otros cuerpos involucrados, y al mío mismo me hace sospechar que la línea a llenar en el reporte sobre pérdida de sangre será bastante alta, nuestros goggles, máscaras, batas y guantes parecen un Jackson Pollock marrón.


La primera batalla cirujanos contra fascitis necrotizante deja un buen resultado. Bobby sigue vivo y yo me voy a casa a dormir. No muy tranquilo, pero sí a dormir. A media noche me despierto y reviso el buscapersonas y el celular, buscando una llamada perdida que quizás no escuché en medio del sueño REM. Nada. A las tres de la mañana me despierta el teléfono, desorientado y todavía más dormido que despierto contesto, escucho música y una voz que no suena a la de una enfermera informándome de un paro cardiorrespiratorio o una sospecha de que la fascitis ha regresado. Llamada equivocada, cuelgo, vulevo a buscar llamadas perdidas, nada.


Antes que el despertador me patee de la cama estoy despierto. De hecho, comienza a sonar mientras me estoy bañando. El café que molí y puse en la cafetera antes de entrar a la lluvia de la mañana está listo ya, pero salgo tan apresuradamente que lo olvido sobre la mesa de la cocina.


En todas las películas y programas sobre doctores con las que crecí, cuando un doctor tiene una corazonada, o siente que algo no está bien, hay que correr al paciente, porque seguramente algo muy malo está a punto de suceder. Por eso arriesgo ser detenido de nuevo por los agresivos State Troopers para llegar dos o tres minutos más rápido a mi destino, dejo mi carro justo donde le dará el sol más caliente para cocinarme al salir en lugar de bajo la sombra de un árbol que está más lejos, para no demorarme en llegar a mi paciente, subo los cuatro pisos por las escaleras corriendo, llego sin aliento.


Buenos días doctor. Buenos (inhala) días (exhala) cómo (inhala) se siente (exhala) hoy? Perfecto! No me duele, dicen las enfermeras que no tengo fiebre. Cuándo me puedo ir a casa, doctor? Una asomada debajo de las gasas que cubren el gran vado muestran tejido sano todavía. No hay pus. No hay muerte. No hay paros cardiorrespiratorios ni todo el mal del mundo concentrado sobre los músculos supraspinato, deltoideo, teres mayor, teres menor y trapecio. No. Solamente este hombre regordete de barba preguntándome cuándo puede irse a casa. Por lo menos alguien durmió bien anoche.

Tuesday, June 17, 2008

Andrew

Parte de lo que nos atrae a tantos hacia la medicina, es la constante estimulación intelectual que ésta ofrece. Si bien es cierto lo que todos, absolutamente todos, mis tíos, abuelos, amigos, amigos de mis padres, y hasta mis padres mismos me advirtieron cuando entré a la escuela de medicina hace más de diez años, que “un médico nunca deja de estudiar”, “siempre tiene la nariz enterrada en los libros”, no es a esa estimulación intelectual a la que me refiero. De hecho, el tener las narices metidas en los libros es una de las cosas más aburridas del mundo, lo hacemos porque si no, sería inmoral pedirle a un paciente que nos permitiera jugar con sus electrolitos, medir sus enzimas cardíacas, o meter nuestras manos por detrás del ángulo esplénico de su colon cuidadosamente para remover un tumor. Pero lo divertido, lo estimulante, lo que nos hace levantarnos con gusto por las mañanas, aparte de saber que algo de lo que hacemos podría hacerle un bien a alguien, son las sorpresas con las que nos topamos día con día, la adrenalina secretada al intentar detener un sangrado masivo, la euforia de por fin terminar una resección hepática que ha durado ocho horas, o la felicidad compartida de dar una buena noticia, aunque sea de vez en cuando.

Sin embargo, a menudo nos encontramos con pacientes que no tienen mucho de nada. Que vienen una y otra vez a nuestro consultorio con una molestia menor u otra, que permanecen en nuestros hospitales, después de una cirugía menor o mayor, con pequeños detalles que nadamás no acabamos de afinar y que poco a poco van dejando de interesarnos. Que poco a poco, esa meticulosa manera con la que explorábamos su abdomen, escuchábamos sus ruidos cardíacos, analizábamos sus tomografías, le hacíamos pregunta tras pregunta, y hasta nos despertábamos a la mitad de la noche en medio de una epifanía, o nos deteníamos en medio de… va convirtiéndose en una nota cada vez más corta, un buenos días, cómo está, déjeme le apachurro la panza, cada vez más breve, hasta que un día, hasta se nos olvida pasar por su habitación cuando pasamos la visita de la tarde.

Andrew me recuerda a alguien. Tiene 57 años y es autista. Y no me refiero a un autista como los que llegan a ser protagonistas de un especial en el Discovery Health o en HBO, por haber desarrollado un talento u otro. No. Andrew sabe hacer algunas cosas. Camina sin ayuda. Suele quitarse toda su ropa antes de comenzar a caminar, pero para eso tampoco requiere ayuda. Si se le sirve un plato de comida enfrente, él mismo se lo come. Un vaso con limonada igual. Más de una vez, cuando lo han llevado a ver a su médico familiar, se ha comido de un manotazo (porque tiene unas manos enormes) todo el bowl de chocolates o mentas que las secretarias tienen en su escritorio. Una Navidad, cuenta la doctora, devoró una casita de jengibre que alguien acababa de regalarle. Su única interacción con los que lo rodeamos es que ocasionalmente encuentra la mirada, la sostiene por uno o dos minutos, uno o dos minutos durante los cuales parece que va a decir algo profundo y filosófico, para luego abandonarla y continuar en su mundo, meneando la cabeza.

A pesar de que no ha hablado nunca, un día despiertan sus gritos a los enfermeros de la casa hogar donde vive. Está tumbado en el piso, con sus manos en su abdomen, como quien tiene un dolor de estómago terrible. Alarmados, llaman una ambulancia, la cual lo trae hasta mi hospital. Unas horas después, mis colegas (yo no estaba de guardia ese día) le extirparon el colon entero, ya que había sufrido un vólvulo intestinal agudo, una condición en la cual el colon se “tuerce” sobre sí mismo y pierde todo flujo sanguíneo. Si no se hace algo para resolverlo, como una cirugía “destorzedora” o una resección si ha muerto ya parte del intestino, el paciente se muere casi siempre.

Diecisiete días han pasado ya desde la cirugía que salvó su vida. Diecisiete días y sigue en el hospital. Esta es una cirugía de la que la mayoría de los pacientes en cuatro o cinco días son dados de alta y se van a sus casas a tomar las cosas con calma pero a poco a poco regresar a la normalidad. Andrew no lo ha logrado. Primero, no toleraba nada por vía oral, así que hubo que alimentarlo de otras ingeniosas maneras que la medicina moderna ha formulado. Luego, cuando comenzó a poder alimentarse, no tenía apetito, y casi todas las noches, a la media noche, vomitaba. Luego el sodio. Demasiado bajo. Será la vomitadera? Pues a darle sodio. Pero el sodio, necio, que no entiende que si yo le cuelgo una bolsa de solución salina a una tasa de 100 a 125 mililitros por hora, y si le restrinjo la ingesta de agua libre, mis libros dicen que su sodio debe normalizarse. Será algo oculto? Hipotiroidismo quizás? Sus hormonas son normales. Deficiencia de glucocorticoides? Tampoco.

Día con día va perdiendo peso. Sus ojos se hunden poco a poco cada vez más. Será que esta cirugía únicamente prolongó lo inevitable? Será que la calaca ríe bajo su sotana, mofándose de mi ingenuidad en intentar una competencia sana con ella? O será acaso que tanto me ha aburrido ya este paciente que no ofrece anécdotas de la guerra de Vietnam porque no habla, que no ofrece un infarto agudo al miocardio o un tromboembolismo pulmonar que me despierte a las 3 de la mañanae con un acertijo de signos y síntomas, que no ofrece unas vísceras expuestas, una cara deformada o un espacio retroperitoneal lleno de sangre? Que me ha aburrido tanto que he dejado de buscarle una explicación a su patético deterioro?

Esta anécdota no tiene un feliz final de un acierto diagnóstico o un dramático desenlace con una dolorosa muerte. No. Andrew sigue en el hospital. Entro todas las mañanas, y casi todas las tardes, a su habitación y aunque no responde a mis estímulos verbales lo saludo, le pregunto cómo se siente, le pido permiso para examinar su abdomen, reviso sus exámenes de laboratorio, ordeno medicamentos, ordeno más exámenes, pregunto si sería una buena idea hacer una colonoscopía, y me retiro a mis aposentos con una derrota que es casi peor que perderle a la muerte. Peor porque no sé ni contra quién estoy jugando.

Thursday, June 5, 2008

Bien jugado

“I’m gonna kick your fucking ass”, es, literalmente, lo que me dice mi adscrito. El cirujano a quien estoy ahora asignado, quien se supone será uno de mis mentores durante el siguiente mes, está digamos que un poco molesto conmigo. Y es que después de admitir a una paciente con una “obstrucción maligna”, un término que describe a alguien con un tumores en el abdomen que causan una obstrucción intestinal, hice lo que ella me pidió, y no necesariamente lo que era lo mejor para ella.

Parte del tratamiento de una obstrucción intestinal es pasar un tubo de plástico por la nariz hasta el estómago. Este tubo se conecta a un aparato que produce succión con la finalidad de mantener el estómago vacío y que los líquidos que ahí se producen no avancen hacia la obstrucción. Es una cuestión de física sencilla, si hay una obstrucción en el intestino, cualquier cosa que el estómago deje pasar se va a encontrar con un callejón sin salida y eventualmente regresar y ser expulsado por arriba a manera de vómito.

Su obstrucción es distal, casi al final de su tracto gastrointestinal, en la última parte del colon, hay algo que lo comprime e impide que haga su trabajo. La tomografía de abdomen es impresionante, el colon se encuentra dilatadísimo, lleno de excremento y gas que no encuentra salida. No es posible operar inmediatamente, en parte porque el Dr. S. tiene ya su agenda llena en otro hospital con otras operaciones y en parte porque será una operación muy compleja, y el hecho de que el colon está tan agudamente dilatado e infectado, hace más difícil la operación y eleva la posibilidad de una complicación.

Decidimos “temporizar” la obstrucción, es decir, pedir una consulta a gastroenterología para que intenten colocar un “stent” a través de esta obstrucción. Estos stents casi nunca funcionan por mucho tiempo, ya que el tumor los empuja y saca de su lugar. A la mañana siguiente el stent está en su lugar y ella se siente mejor. Me pide que le quite ese tubo que tiene en la nariz que es tan incómodo. Le explico que a pesar de que su colon ha comenzado a funcionar, todavía hay una obstrucción parcial y todavía hay mucho que no ha salido. Quitarle el tubo de la nariz, si bien podría funcionar, lo más probable es que en uno o dos días haya que volver a ponerlo. No me importa, doctor, por favor quíteme esta cosa que me molesta mucho.

No le queda mucho tiempo de vida. De hecho, aunque logremos solucionar la obstrucción, lo más seguro es que muera en unas cuantas semanas, quizás un par de meses. Siempre he tenido muy claro que un paciente debe tener toda la información sobre su salud en cuanto ésta se vuelva disponible y debe de tener siempre la última palabra en cuanto a la toma de decisiones se refiere. Si una paciente que va a morir pronto me pide que le quite un tubo que le causa un dolor tremendo en su nariz y una incomodidad espantosa, lo voy a hacer.

Cuando a la mañana siguiente sus síntomas de obstrucción regresan, y mi adscrito se entera que decidí quitarle el tubo, es cuando me informa lo que planea hacer con mi trasero. Cuando después de colocar otro tubo, y pasado otro día más, su colon se perfora su abdomen se llena de excremento, mi adscrito me dice, “por eso es necesario hacer lo mejor por un paciente, no lo que un paciente quiere”. Siento como la ira llena mi cara en forma de un color rojizo y una expresión no muy amistosa, pero le informo que opino que tiene la razón, aunque no sea así.

A las nueve de la noche, justo cuando intentaba (sin éxito) escribir algo que ligaría a Puccini y su obra inconclusa de Turandot con alguno de mis pacientes, quizás ella misma, me llaman para informarme que no se encuentra bien. Le duele el pecho (como un infarto), respira aceleradamente, está pálida y muy ansiosa. Regreso al hospital y confirmo que no se ve nada bien. Una tomografía urgente después, descarto un tromboembolismo pulmonar, el cual era mi primer diagnóstico diferencial, y confirmo mi más grande temor para ella: el abdomen está lleno de aire y líquido libres, lo que quiere decir que el intestino se ha reventado.

Un par de horas después estamos en el quirófano. Al entrar a la cavidad abdominal, en lugar de sangre a chorros como he visto en otras ocasiones, en pacientes de trauma, sale disparado un chorro de excremento líquido hacia el techo. Era tanto lo que se había acumulado y había tanta presión que salía el excremento cual fuente de plaza de pueblo. Las maniobras aprendidas para controlar el sangrado inútiles, succión y toallas, hasta que acabe esto. Dos o tres litros después, listos para ahora sí explorar, retirar la porción del colon que sufrió la perforación y hacer una ilesotomía.

Llego a mi casa a las 5 de la mañana, a dormir un par de horas. A las 8 me llaman, que su presión ha caído, que estamos dando vasopresores, que la frecuencia cardiaca está altísima, que venga pronto doctor porque no sabemos qué hacer. Por un par de segundos considero no hacer nada. Regresar a ese sueño donde ella… olvidarme de todo esto y dejarla morir en lugar de tenerla viva por tres semanas más en un cuarto de terapia intensiva. Y sin embargo me levanto, me visto y me largo al hospital.

Durante las siguientes 24 horas comienza a fallar todo de nuevo. Los riñones, los pulmones, el corazón. El esposo y sus hermanas, a su lado en todo momento, sufren con ella, o a pesar de ella. El pronóstico no es bueno. Les recuerdo que aun y si sobrevive estas horas, el cáncer se la llevará en cuestión de unos días.

Su esposo, un hombre de unos sesenta años, veterano de la guerra de Vietnam, ex prisionero de guerra, un hombre aunque viejo, con gran vitalidad, llora como una nena frente a mí. Ni él ni yo nos hemos rasurado hoy. Yo quiero llorar como una nena también pero me contengo. Creo que es el momento, doctor. Ella nunca hubiera querido ser mantenida viva de esta manera. Yo lo sé. Ella me lo dijo. Por favor, detengamos todo, detengámoslo ya.

Qué fácil es terminar con esta vida. O más bien, qué fácil es dejar de asirse artificialmente a ella. Se detiene la infusión continua de norepinefrina y neosinefrina. Los doscientos mililitros por hora de solución de Ringer con lactato son interrumpidos. A la basura con la piperacilina con tazobactam y el metronidazol. No más magnesio ni potasio ni fósforo ni solución de nutrición parenteral total. Colgamos algo de morfina y desconectamos el respirador. Le informo a la enfermera que estoy de acuerdo con que remueva el tubo endotraqueal.

En unos cuantos minutos, sin una pelea dramática, sin subir y bajar los brazos, o intentar tomar bocanadas de aire, sin una última palabra una última réplica o un último suspiro; su color cambia poco a poco a un azul muerte oscuro. Un alma vuelca sobre si misma una última vez antes de escapar hacia el universo de los recuerdos.

Mr. H sigue llorando como una nena. Bien jugado, M., bien jugado. Esta vez te dejé ganar, ya veremos cómo nos va con la que sigue.

Sunday, June 1, 2008

Abandono

Yo nunca hice el juramento hipocrático que en tantas escuelas de medicina en todo el mundo se hace. Es un documento que si bien tiene un significado histórico y filosófico interesante, nada tiene que ver con la medicina de hoy. Fue escrito probablemente por sus seguidores, ni siquiera por el propio Hipócrates, en 430 A.C., hace más de dos mil años. Nunca juré en nombre de Apolo, Esculapio, Higea y Panacea y todos los dioses y diosas que no daría un abortivo a una mujer, no ayudaría a morir a alguien que lo pidiera, ni tendría relaciones sexuales con mis pacientes o miembros de sus familias inmediatas. Y sin embargo, tengo ciertos principios y costumbres que el día de hoy me permiten dormir tranquilo en las noches y tener una conciencia limpia y tranquila sobre lo que hago con tanto gusto y devoción todos los días.

Un ser humano no puede controlar un sentimiento. Se puede controlar la respuesta a tal sentimiento, es decir, tomar una acción o no a partir de un deseo, pero no se puede controlar el origen de ese sentimiento. Tantas gentes (y quien diga que no se dice “gentes” que lea a Ibargüengoitia, gentes se refiere a el plural de la pluralidad de las personas) tan llenas de culpas por sentir esto o aquello, no se dan cuenta que el único lugar que es realmente privado, al que nadie puede entrar, es la región supratentorial, léase la chaveta.

No es mi intención que el Sr. Rodríguez me cause tanto disgusto. Desde el día aquél que tuve que dejar una cena que estaba disfrutando más que nada para venir a escuchar cómo es que durante los últimos dos meses ha tenido dolor abdominal y ha estado perdiendo peso, y hoy decidió venir a la sala de emergencias, de donde por supuesto, solicitaron una consulta quirúrgica. Pero, dígame, Sr. Rodríguez, qué cambió, hoy a las 11 de la noche, que decidió venir a la sala de urgencias? Pues nada, que finalmente decidí que era momento de atenderme. Entiendo… no podía esperar unas horas y venir a un consultorio, o haber venido antes? Claro que esa no fue la pregunta que salió de mi, más bien mostré interés en sus múltiples síntomas, escuché sus historias entre un síntoma y otro sobre su vida de soltero, que tanto disfruta a sus 57 años, exploré su abdomen, eché un vistazo largo y cuidadoso a su tomografía de abdomen, y le di la noticia.

Tiene usted un enorme absceso en su retroperitoneo. ¿En mi qué? ¿Tengo un qué? Tiene una gran infección en la pared posterior de su abdomen. Que de dónde viene? No lo sé bien todavía, pero lo que sí sé es que es necesario admitirlo, darle antibióticos fuertes, puncionar la colección de pus para drenarla y poder analizarla bajo el microscopio para ver exactamente de qué consiste, y lo más seguro, es que en unos días requiera una operación. ¿Que de dónde puede venir? Le voy a ser franco. Podría venir de un cáncer de colon que se ha perforado, pero podría tratarse de algo más benigno como un divertículo que se reventó. ¿Y usted qué cree, doctor? ¿Qué cree que sea? Un cáncer. Avanzado. Eso es lo que me dice la tripa, pero bueno, podría ser cualquier cosa, ya veremos.

No siento absolutamente nada de compasión por este hombre. Ni un solo miligramo o cucharada de compasión o empatía o siquiera pena por este individuo que ha perdido 20 kilos en los últimos dos meses y que seguramente, si estoy en lo correcto, tendrá uno o dos años de muerte lenta y dolorosa. Me desagrada su manera de hablar, de gesticular, sus quejas durante los siguientes días en mi servicio, las preguntas que tiene, la expresión en su cara, el olor a podrido que tiene su cuarto… Un vistazo a mi lista de pacientes, veo su nombre y me acuerdo de esa manera que tiene de hablar lento e interrumpir cada dos o tres oraciones para pasar saliva como si estuviera tragando un gran moco que desciende por detrás de su garganta.

Y sin embargo hay que operar. Después de unos días de tolerar el pase de visita por su habitación, llega el momento. Laparotomía exploradora (un término que básicamente significa le vamos a abrir la panza a ver qué encontramos), posible colectomía derecha vs. colectomía total, posible ileostomía o colostomía (la temida bolsa para defecar que todo paciente pide que no se le haga), drenaje y lavado de absceso intraabdominal y retroperitoneal…

Nunca antes había visto un absceso más grande. Mis manos recorren los confines del mismo, exploran todo el espacio retroperitoneal que en mis libros no es más que un “espacio virtual”, es decir, un espacio que no lo es, un espacio creado por dos estructuras que se encuentran juntas, y que no se separan a menos que… a menos que exista una colección de secreciones sanguinopurulentas como las que llenan este lugar el día de hoy. El tumor es una maraña de asquerosidad en medio de esta masiva infección que intentamos controlar. El tumor, la parte del intestino de la que nació, todas sus adherencias y sus anexos, son extirpados después de una cuidadosa disección. Y sin embargo…

Abandono esta ciudad que me acogió durante casi un mes, menos de una hora después de extirpar este cáncer. Satisfecho porque me deshice de él, pero inquieto por mi inhabilidad por incorporar su sufrimiento a mi sentir. Manejo cuatro horas hacia el norte, tan solo para darme cuenta que no me deshago de esta desazón. Maldita humanidad que me hace sentir y no sentir. Maldita humanidad que me llena de culpa y ausencia y vacío en medio de la mejor experiencia de mi entrenamiento entero. Maldita muerte, maldita vida.

“Si no creyera en la balanza
Si no creyera en mi camino
Si no creyera en mi sonido
Si no creyera en mi silencio”
(Silvio Rodríguez)